Por Leyde E. Rodríguez Hernández.
Publicado en Rebelión. 2006. Actualizado 2011.
Este artículo histórico y politológico expone, desde el prisma de las relaciones internacionales, la compleja y polémica problemática del terrorismo, la situación actual de la ONU y la crisis del sistema internacional bajo los efectos del bumerán de la “guerra contra el terrorismo”
[1] desatada por los Estados Unidos al margen de los más elementales principios de la legalidad internacional recogidos en la Carta de las Naciones Unidas.
El antiterrorismo: “nuevo” intervencionismo de Estados Unidos
En la época actual sobresale el caso del presidente cubano Fidel Castro Ruz, sobreviviente a más de 600 planes de asesinatos diseñados y ejecutados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana, en connivencia con organizaciones terroristas anticubanas radicadas en Miami, con el fracasado propósito de destruir a la Revolución y el Socialismo en Cuba.
[2] Ese mismo proceder terrorista quedó evidenciado en el fallido intento de golpe de estado, el 11 de abril del 2002, escenificado por representantes de la oligarquía y sectores militares de Venezuela, en complicidad con la CIA y otras instituciones de los Estados Unidos, contra el Presidente Hugo Chávez Frías, quien ha denunciado públicamente la persistencia de esos preparativos para eliminarlo físicamente.
Otra forma de terror es la que ejercen gobiernos y determinadas organizaciones que luchan contra un poder oficial afectando a parte de la población o a todo un pueblo. En la historia de los últimos siglos, se puede encontrar el fenómeno del terrorismo durante la etapa de gobierno jacobino de la Revolución francesa, 1792-1794, el primer ejemplo moderno de la aplicación estatal del terror y, en este caso, por un estado revolucionario.
A fines del siglo XIX, Europa Occidental fue escenario de las acciones terroristas organizadas por grupos anarquistas y populistas. Sus líderes defendían la teoría de que las masas del pueblo ruso ya estaban identificadas con las ideas revolucionarias y un actor terrorista dramático contribuiría a acelerar las condiciones de lucha contra el viejo régimen zarista. Esta teoría del terrorismo concebida como una acción espectacular que atraería la atención propagandista de los medios de prensa por la magnitud del hecho violento, también gozó de adeptos en otros países europeos: Italia, España, y en América Latina. Los anarquistas terroristas tuvieron éxitos en la ejecución de varios asesinatos, pero nunca obtuvieron el poder en ningún país por el carácter repulsivo de sus actos en el ámbito social.
Un caso relevante de asesinato de una personalidad destacada con apoyo del gobierno sucedió en Sarajevo contra el archiduque austríaco Francisco Fernando, el 28 de junio de 1914. El crimen fue ejecutado por un estudiante nacionalista, Gabriel Princip, pero toda la operación fue ordenada por la sección de inteligencia del Ministerio de Guerra de Serbia. Este hecho provocó el enfrentamiento entre el Imperio Austro-Húngaro y Serbia; y sólo sirvió de pretexto para el comienzo inmediato de la entonces ya esperada y preparada Primera Guerra Mundial.
A lo largo del tiempo, el fenómeno del
terrorismo de Estado[3] ha estado acompañado de la actividad de diversos grupos subestatales o no estatales que tienen incidencia real en la política interna de algunos países e incluso en la política internacional. Las operaciones de estos grupos alcanzaron niveles relevantes en las décadas de los 70, los 80 y hasta la actualidad, pero disminuyendo notablemente su accionar tras la caída de las dictaduras militares en América Latina. En este contexto, el caso de Cuba constituye una excepción para el análisis de esta problemática porque durante más de cuatro décadas ha tenido que enfrentarse a todas las formas de agresión (económicas, armadas, psicológicas y biológicas) provenientes del más poderoso actor en las relaciones internacionales. Pese a que las autoridades de los Estados Unidos se nieguen a reconocerlo, los más disímiles planes engendrados por las sucesivas administraciones han sido desenmascarados y denunciados ante la opinión pública internacional y en foros diplomáticos por la política exterior cubana.
Este
terrorismo de Estado es un instrumento permanente de la política exterior estadounidense contra Cuba y, en rigor, sus orígenes se remontan antes del triunfo de la Revolución cubana el 1 de enero de 1959, cuando el dictador Fulgencio Batista junto a sus esbirros y seguidores se refugiaron y fueron protegidos en la ciudad de Miami, en el estado de la Florida. Allí encontraron refugio terroristas como el ex policía batistiano Luis Posada Carriles, quien desde muy temprano inició sus actividades criminales al servicio de la contrarrevolución, la CIA y el gobierno estadounidense. Uno de los actos más monstruosos fue el sabotaje al avión de Cubana de Aviación el 6 de octubre de 1976 en Barbados, que causó la muerte de 73 personas entre pasajeros y la tripulación.
Paradójicamente, aunque W. Bush, el 26 de agosto del 2003, enfatizó que “cualquier persona, organización o gobierno que apoye, proteja o ampare a terroristas es cómplice en el asesinato de inocentes e igualmente culpable de delitos terroristas”, la Casa Blanca no ha querido reconocer o certificar el extenso historial terrorista de Posada Carriles y el daño que su liberación pudiera provocar a las relaciones exteriores de los Estados Unidos, por eso han preferido tratarlo más como un “luchador por la libertad y la democracia”, a la vieja usanza de la “guerra fría”
[4], que como un terrorista internacional.
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Por otro lado, en 1973, la toma del poder en Chile por el General Augusto Pinochet mediante un cruento golpe de estado contra el presidente constitucional Salvador Allende, inició una etapa de terror contra las fuerzas políticas revolucionarias y progresistas del continente. El golpe de estado de Pinochet costó más de 20 mil vidas al pueblo chileno. Como parte de la política de terror implantada y con el apoyo de los servicios secretos de los Estados Unidos, el destacado canciller chileno Orlando Letelier fue vilmente asesinado durante su exilio en Washington, D.C; con una bomba en su automóvil. A pesar de no ser una personalidad de la política, en la década de 1980, el Arzobispo Oscar Arnulfo Romero, de El Salvador, murió acribillado a balazos mientras ofrecía una misa en el altar de su iglesia por agentes paramilitares al servicio de la dictadura militar en ese país.
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En el transcurso de la segunda mitad del siglo XX ocurrieron considerables acciones terroristas con maquiavélicos fines de dominación y exterminio de pueblos enteros por parte de los estados imperialistas, entre los más trascendentes por su impacto mundial se encuentran las masacres de grupos étnicos, desde los Balcanes hasta el Holocausto judío, los bombardeos de terror contra ciudades durante la Segunda Guerra Mundial: Guernica, Coventry, Rotterdam, Dresden, que culminaron en el genocidio nuclear de Hiroshima y Nagasaki.
Desde entonces, la política de “chantaje nuclear” estadounidense dio comienzo a una desmedida carrera con ese tipo de armamento entre las principales potencias del sistema internacional y a la proliferación nuclear por otros estados de poder medio o regional que amenaza con el desencadenamiento de una hecatombe nuclear dada la acentuada naturaleza imperialista de la política exterior estadounidense, su marcado carácter intervencionista y aventurero, que no excluye ahora el uso de armas nucleares tácticas en teatros de operaciones militares ubicados en el Tercer Mundo.
En este sentido, la guerra del Golfo Arábigo Pérsico (1991), la “intervención humanitaria” en Somalia (1992), los indiscriminados bombardeos contra Yugoslavia (1999) y las guerras injustas contra Afganistán e Iraq constituyeron un claro ejemplo del “nuevo” intervencionismo imperialista y de la puesta en práctica de un sangriento
terrorismo de Estado bajo la dirección del Complejo Militar-Industrial de los Estados Unidos por el control geopolítico de vastos territorios en otros continentes y el apoderamiento de los principales recursos energéticos y minerales del planeta para beneficio de las transnacionales norteamericanas y de otros potencias capitalistas aliadas al proyecto de dominación global de los Estados Unidos.
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La derrota política y militar en Iraq
Las dos primeras guerras del siglo XXI contra Afganistán
[8] e Iraq
[9] fueron el resultado de una desproporcionada reacción de la extrema derecha del partido republicano con W. Bush en la presidencia, ante los acontecimientos del 11 de septiembre, y del consenso logrado en una opinión publica estadounidense mayoritaria traumatizada por la envergadura del ataque ejecutado por aviones de líneas comerciales que se estrellaron contra dos rascacielos emblemáticos de Nueva York, provocando su derrumbe y el de otros siete edificios ubicados en sus alrededores. Con este atentado se rompió, por primera vez en la historia de los Estados Unidos como superpotencia, el mito de la invulnerabilidad. Ese efecto psicológico dejó una marca inevitable y aciaga en las percepciones de los estrategas políticos-militares del establishment imperial. De ahí la amenaza que todavía se cierne sobre Irán, la República Democrática de Corea y muchos otros países del Sur que para W. Bush solo representan “sesenta rincones oscuros del planeta”.
La invasión de Afganistán e Iraq, mucho más este último, representan ya para la estrategia norteamericana
un fracaso político y un probado desastre militar. Un fracaso político porque los neoconservadores creyeron que podían usar la guerra para consolidar un sistema internacional de dominación unipolar. O sea, un típico imperio romano o gobierno mundial incapaz de facilitar el ascenso de cualquier potencia actual, en particular China y Rusia, al rango de superpotencia en las relaciones internacionales. El contenido geopolítico de dicha estrategia ha estado centrado en la conquista de las rutas del petróleo y el gas, en la penetración de Washington en Asia Central para el establecimiento de bases militares en el espacio ex soviético y cerca de las fronteras territoriales de China.
Contrariamente a lo deseado, el actuar unilateral de la administración de W. Bush contra un supuesto terrorismo, a través de ataques preventivos y otros mecanismos ilegales, la denominada doctrina Bush se encuentra agotada, desacreditada. Se ha convertido en la verdadera fuente de la evidente inseguridad e inestabilidad internacional. La desventaja política futura para los Estados Unidos de tan desafortunados resultados radica en que la “guerra contra el terror” es observada en su justa dimensión después de quince años de la desaparición del “imperio del mal”, en diáfana alusión al fin del “peligro” que representaba para los intereses hegemónicos occidentales un sistema mundo equilibrado por la influencia del poderío de la Unión Soviética y el sistema socialista mundial.
En sus pretensiones de liderazgo mundial, el terrorismo ha sido el artilugio utilizado por la élite del poder norteamericano para justificar su política intervencionista en los países del Sur, aumentar los gastos militares y sostener un paranoico militarismo. Sin embargo, ante la opinión pública interna y mundial, los argumentos doctrinarios de la política exterior estadounidense están muy cuestionados, criticados ya que los hipotéticos vínculos entre el régimen talibán y de Saddam Hussein con los autores de los atentados del 11 de septiembre, de ninguna manera han podido ser corroborados por los estrategas del imperio.
Para más confirmación, instituciones y órganos de prensa de los Estados Unidos han reconocido el laberinto de mentiras de la Casa Blanca sobre los alegados nexos entre Iraq y la organización de Osama Bin Laden, los cuales sirvieron, junto con las inexistentes armas de destrucción masiva, de excusas para desencadenar la guerra de agresión contra el país árabe. Por ejemplo, en abril del 2007, el diario The Washington Post se encargaba de confirmarlo cuando reveló que en realidad no existió cooperación entre la red “Al-Qaeda” y el desaparecido líder iraquí, según afirmaba categóricamente el gobierno estadounidense en los días previos al estallido del conflicto, pues los testimonios de Hussein y sus asesores encausados, así como los archivos confiscados por las tropas del Pentágono no arrojaron evidencias concretas sobre las falsas imputaciones de W. Bush.
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Es una realidad que la “lucha antiterrorista” no ha despertado simpatías en amplios sectores sociales. En Estados Unidos y otros países se aprobaron leyes que violan fragantemente los más elementales derechos humanos. La lista de violaciones es extensa, pero entre ellas prevalecen la llamada Acta Patriótica, el campo de concentración en la Base Naval de Guantánamo, el establecimiento de cárceles secretas, el secuestro de sospechosos y la reducción de las libertades fundamentales.
Para James Carter “de mayor preocupación es el hecho de que los Estados Unidos repudiaron los acuerdos de Ginebra y abrazaron el uso de la tortura en Iraq, Afganistán y Bahía de Guantánamo. Resulta molesto ver cómo el presidente y el vicepresidente insisten en que la CIA debería tener libertad para perpetrar un “trato o castigo cruel, inhumano o degradante” contra personas que se encuentran bajo custodia de los Estados Unidos”.
[11] Reconocidos académicos norteamericanos afirman que “los años en que los Estados Unidos aparecía como la esperanza del mundo parecen ahora muy distantes. Hoy, Washington se ve impotente a causa de su reputación de recurrir a la fuerza de manera irreflexiva, y pasará mucho tiempo para que eso se olvide. La opinión pública mundial ve ahora a Estados Unidos cada vez más como un país ajeno, que invoca el Derecho Internacional cuando le conviene y lo desprecia cuando no, que utiliza las instituciones internacionales cuando obran en su ventaja y las desdeña cuando ponen obstáculos a sus designios”.
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La política de W. Bush emula con la represión de la Alemania fascista por su carga racista, antiárabe y represiva al interior de la sociedad norteamericana. Por todas esas razones, para la mayoría de los estadounidenses, la invasión y ocupación de Iraq es un error que llevará al fracaso de la nación en política exterior. La guerra no logró dominar a “Al-Qaeda”, ni mucho menos destruir a Osama Bin Laden, cuyo paradero, vivo o muerto, continúa siendo un misterio. La “política antiterrorista” de W. Bush multiplicó el terrorismo, lejos de erradicarlo llega a ser hoy, de un fenómeno residual y disminuido en los últimos años del siglo XX, un real problema en los países invadidos: Afganistán e Iraq. A juzgar por un informe publicado anualmente por el Departamento de Estado de los Estados Unidos sobre terrorismo mundial, en el 2005 se produjeron unos 11 000 ataques terroristas en todo el planeta. Si se considera que en el 2004 fueron registrados 651 atentados terroristas “significativos”, con resultados de 1 907 víctimas mortales, el informe del 2006 multiplica por veintitrés el número de ataques terroristas y por ocho el número de víctimas, cifras que por sí solas reflejan la efectividad de dicha política.
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Los hechos y datos corroboran que, en los comienzos del siglo XXI, el terrorismo ha devenido un fenómeno de naturaleza transnacional por su incidencia en los procesos y la dinámica de las relaciones internacionales. En el complejo escenario internacional podemos identificar, además del
terrorismo de Estado mencionado en párrafos anteriores, cuatro formas fundamentales de terrorismo: el
terrorismo ideológico-político practicado por organizaciones no estatales, con una ideología política definida, de derecha. Por ejemplo, grupos neofascistas, o de izquierda, que incluye a radicales socialistas o nacionalistas extremos. El
terrorismo etno-político en el que los intereses políticos se entrelazan con las rivalidades y los odios etno-nacionales causando terror y el exterminio a determinados grupos humanos. Algunos países de Africa Subsahariana y los Balcanes vivieron el drama humano de este tipo de terrorismo, también denominado “limpieza étnica” para encubrir sus reales esencias.
Con el
terrorismo religioso-fundamentalista[14] la violencia persigue imponer mediante el pánico una religión o someter a toda la sociedad a determinados postulados religiosos. El fundamentalismo es un fenómeno religioso que se opone a los cambios sociales y culturales. En el Islam, se diferencia del conservadurismo o tradicionalismo en su enfoque radical de restauración de un antiguo orden supuestamente abandonado. El fundamentalismo es combativo, pero se diferencia de los movimientos revolucionarios porque no plantea la instauración de una futura sociedad ideal, sino al regreso a la antigua sociedad religiosa del tiempo de Mahoma para el Islam
[15]. En los últimos años ha sido muy publicitado dentro de esta peculiaridad de terrorismo el movimiento talibán en Afganistán.
Las manifestaciones del fundamentalismo son también visibles en otras religiones y en el movimiento evangélico de la derecha cristiana de los Estados Unidos. En ese país, para Aurelio Alonso Tejeda, un especialista cubano de reconocido prestigio en el tema, “el fundamentalismo, en configuraciones religiosas más difusas y a veces de cuestionable legitimidad, ha conducido también al terror. La modalidad conocida como “sectas de destrucción” se dio a conocer en 1977, cuando una congregación del Templo Solar, liderada por su pastor, protagonizó un suicidio colectivo de casi mil miembros en un campamento de la selva guyanesa”.
[16]
Algo similar ocurrió el 19 de abril de 1993 en Waco, Texas, inducido por David Koresh, quien se consideraba así mismo y se presentaba ante sus seguidores como el Mesías y había construido un sistema totalitario con un vasto control sobre la conducta y sicología de sus seguidores.
[17] “Suicidio ritual, homicidio ritual, sexo ritual, drogadicción ritual y terrorismo ritual, son rasgos de algunas denominaciones que van dejando una estela de sangre y devastación paralela a la de otros fundamentalismos en el mundo de hoy”.
[18] En la India, por ejemplo, es conocido el terrorismo hinduista contra los musulmanes, y en otras regiones de igual forma se produce la confrontación etno-nacional combinada con los extremismos religiosos para generar acciones terroristas de diversas características.
Mientras todas esas variadas formas de terrorismo conforman el acontecer noticioso sobre el panorama mundial, retomando la tesis central, en el plano militar, en Afganistán, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), “sustituta” de los Estados Unidos en ese teatro de operaciones militares, no ha podido frenar las acciones de los grupos talibanes que mantienen una tenaz resistencia a la ocupación, mucho más allá de la sitiada y protegida Kabul por las tropas de la coalición ocupante. Para infligirle una definitiva derrota a la resistencia talibán y asumir el control total de la situación afgana, la OTAN requeriría más soldados y material militar, lo cual parece dejó de ser una prioridad para los Estados Unidos, porque sus tropas se encuentran empantanadas en el territorio iraquí y la preocupación de los demócratas, en ambas cámaras del Congreso, intenta poner límites a los altos costos económicos, humanos y militares que estas guerras sobredimensionadas han causado a la superpotencia.
Iraq es un total desconcierto y muy sangriento para los efectivos norteamericanos. El país resulta inmanejable, las tropas agresoras no pudieron derrotar la resistencia, convertidas en un baluarte de la liberación nacional contra la ocupación extranjera. La situación militar de los Estados Unidos en Iraq se asemeja, cada vez más, al Vietnam que derrotó a la potencia agresora a fines de los años sesenta, pero W. Bush, enfrentado a esa realidad, a la oposición bélica creciente en ambas cámaras del Congreso, en los medios de prensa y entre la ciudadanía, insiste en su orientación militarista e incluso amenazó al poder legislativo de vetar cualquier propuesta de ley que establezca la retirada de las tropas para el 31 de marzo de 2008. Esta posición de la administración es un signo adicional de las serias dificultadas con el reclutamiento de más efectivos militares y de que el ejército no está listo para salir de Iraq, antes o en la fecha señalada por la oposición demócrata en el legislativo.
A modo de síntesis, aunque no estemos de acuerdo totalmente, la irracionalidad de la proyección del ejecutivo norteamericano queda reflejada en el siguiente análisis: “en el curso de su historia, los Estados Unidos ha tenido como prioridad de política exterior obtener legitimidad internacional. Sin embargo, desde el lanzamiento de la guerra contra Iraq han hecho añicos el respeto y la credibilidad tan arduamente ganados. Al ir a la guerra sin una base legal o el respaldo de los aliados tradicionales de la nación, el gobierno del presidente W. Bush socavó de manera importante el apego de tantos años de Washington al Derecho Internacional, su aceptación de la toma de decisiones consensuada, su fama de moderación y su identificación con el mantenimiento de la paz. El camino de regreso será largo y difícil”.
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La ONU y la crisis del Sistema de Relaciones Internacionales
Para la Teoría Política contemporánea, las concepciones e ideas básicas del enfoque o paradigma
[20] liberal de las relaciones internacionales contribuyeron de manera decisiva a la creación, en el siglo XX, de las grandes organizaciones de proyección universal para la preservación de la paz y la seguridad internacionales.
Esta visión del mundo, en su primera elaboración hacia la segunda década del siglo XX, abogaba por la primacía del Derecho Internacional Público, la cooperación entre los estados, institucionalizada a través de una organización de alcance universal, y todo ello sobre el fundamento de la democratización de los estados. Un énfasis particular puso el paradigma liberal en el nuevo concepto jurídico-político de la “seguridad colectiva”, esbozado en la concepción de los documentos fundacionales de la Liga o Sociedad de las Naciones, al término de la Primera Guerra Mundial, que postularía la acción mancomunada de todos los estados para la preservación de la paz y la seguridad internacionales, en sustitución de los tradicionales rejuegos del balance de poder basados en la conformación de alianzas contrapuestas.
[21]
Antagónica a esta percepción, la escuela del realismo político hizo luego en esfuerzo académico notable para demostrar, como probarían los acontecimientos internacionales de los años 1920-1930, que el principio de “seguridad colectiva” sería impracticable en un escenario internacional dominado por grandes potencias en lucha por mayores cuotas de poder mundial, en el entendido de que cada una de ellas percibía la seguridad con una óptica diferente y estrechamente vinculada a sus intereses de expansión global, en detrimento del principio jurídico internacional de la no agresión a otros estados soberanos.
Las experiencias tomadas del fracaso de la Liga o Sociedad de las Naciones en el cumplimiento de sus objetivos fundacionales y las trágicas consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, fueron dos factores decisivos en la creación de una nueva organización internacional en 1945, cuyos objetivos serían muchos más amplios en la conformación del sistema internacional de la postguerra. Con el nacimiento del Sistema de las Naciones Unidas, inspirado, por supuesto, en el principio enunciado por la Liga de la “seguridad colectiva”, quedaron refrendados en la Carta de la ONU los legítimos anhelos de la humanidad por la paz, la seguridad internacional y el respeto a las normas del Derecho Internacional Público, entre otros enunciados no menos importantes.
[22]
Sin embargo, en la conformación de la estructura de la ONU primaron las concepciones de poder típicas de la concepción realista de las relaciones internacionales. El funcionamiento del Consejo de Seguridad, su órgano principal, se estableció sobre la base de la regla de unanimidad de las grandes potencias (poder o derecho de veto) y la necesidad de la colaboración entre ellas en esa instancia. Ese es el único órgano en que el principio de la igualdad de los estados está supeditado al poder de veto, y en su virtud el voto negativo de uno solo de los Miembros permanentes basta para bloquear una decisión que haya contado con el acuerdo de los 14 miembros restantes, salvo en caso de cuestiones de procedimiento.
[23] Así, la ONU padece, desde su origen, el problema del veto y otros arbitrarios privilegios para uso exclusivo de cinco potencias dominantes que se concedieron ellas mismas el puesto de miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
Si a lo anterior sumamos el aspecto geopolítico contenido en la confrontación política-militar estadounidense con el adversario socialista liderado por la Unión Soviética durante la etapa de “guerra fría”, entonces hemos identificado dos esenciales razones de muchas otras que han limitado - trascendiendo hasta hoy- el cumplimiento eficaz de las funciones de la ONU relativas al mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales. Claro está, independientemente de los saldos positivos que algunos académicos
[24] occidentales observan en el conjunto de operaciones de mantenimiento de la paz ejecutadas por las Naciones Unidas como un instrumento o mecanismo de paz, más allá del idealista principio de la “seguridad colectiva”, en un sistema internacional dominado por un “directorio” de cinco grandes potencias controladoras del Consejo de Seguridad del organismo mundial y del grupo de países más industrializados (G-8), que han perseguido instaurar, sin progreso alguno, el “nuevo orden mundial” proclamado por George Bush (padre) en 1991, en el momento triunfalista de la caída de la Unión Soviética y de la segunda guerra del Golfo Arábigo Pérsico.
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Con el fin de la guerra fría y la instauración de un cierto consenso entre las principales potencias del sistema internacional para apuntalar un supuesto nuevo orden mundial, la ONU perdió capacidad de negociación diplomática y autoridad política, moral para actuar e imponerse en las relaciones internacionales contemporáneas. El predominio unipolar en el plano político y estratégico-militar de los Estados Unidos, o sea, la falta de un equilibrio o contrapeso al poderío militar y el uso reiterado de la fuerza por la única superpotencia, ha erosionado y vulnerado la función reguladora de las relaciones internacionales que debe desempeñar el Derecho Internacional Público y la ONU.
En los últimos quince años, el multilateralismo representado en la ONU y el Derecho Internacional Público ha sido una camisa de fuerza para la expansión del poder global o el “gobierno mundial” diseñado en las estrategias de seguridad nacional de los Estados Unidos, que con sus prescripciones unilaterales abogan por la limitación de la soberanía y la anulación de la independencia de otras naciones, a partir de la subordinación de la ONU y de la legalidad internacional a sus intereses hegemónicos de un único modelo de sociedad para todas las naciones. La sujeción de la ONU a las necesidades de la política exterior de los Estados Unidos quedó expuesta en la urgencia que tuvo este país de legitimar con la Resolución 1483 su intervención en Iraq a fin de comercializar su petróleo y otorgarle un viso de legal a sus acciones en ese país.
Con la Resolución 1483 Francia, China y Rusia aceptaron las posturas norteamericanas, pero a la vez la diplomacia de los Estados Unidos aparentó conceder a la ONU un papel “relevante” en el control de Iraq. Lo peligroso es que, en la configuración actual del Derecho Internacional Público, no se dispone de una fiscalización hacia este tipo de intervenciones internacionales. La pasividad de muchos estados frente a lo que sucede en Iraq conduce hacia una derrota de la política internacional y al establecimiento de un precedente de impunidad global sin paralelo en la historia reciente.
En esa etapa de afianzamiento de posiciones neoconservadoras y militaristas, las concepciones liberales sufrieron un franco retroceso, pero sus limitaciones para explicar la realidad política internacional no han impedido que sus principales representantes políticos preserven sus postulados y asuman una actitud crítica. Recordándonos la retórica idealista y moralista del discurso Wilsoniano, Carter recomienda ahora, desde la “oposición”, que: “en su condición de única superpotencia del mundo, los Estados Unidos debieran ser vistos como los campeones inquebrantables de la paz, la libertad y los derechos humanos. Nuestro país debiera ser el eje alrededor del cual pudieran reunirse otras naciones para combatir las amenazas a la seguridad internacional y para enriquecer la calidad de nuestro medio ambiente común. Es hora de curar las profundas divisiones políticas existentes dentro de este país, y de que los norteamericanos estén unidos en un compromiso común para revivir y alimentar los históricos valores morales y políticos que abrazamos los últimos 230 años”.
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La invasión y ocupación de Iraq marcó el punto más alto de la crisis del sistema internacional por la imposición unilateral de las posiciones de la política exterior norteamericana basadas en las concepciones de “guerra preventiva” y “cambio de régimen”; el abandono del ordenamiento jurídico internacional –principio de no injerencia y uso de la fuerza- e incluso la desatención de los criterios de la opinión pública mundial.
La democratización de la ONU, en especial de su Consejo de Seguridad, por los más de 190 estados independientes miembros de su Asamblea General, podría ser un primer paso hacia una reforma profunda del actual sistema de relaciones internacionales, agonizante en las terribles condiciones de desigualdad, saqueo, explotación y las amenazas de nuevas guerras imperiales que hacen más incierto e inseguro su futuro. En esta encrucijada mundial, se impone salvar a la ONU, para ello Cuba, en representación del Movimiento Países No Alineados, defiende con todo vigor la necesidad de su preservación, su más profunda reforma y democratización en las relaciones políticas internacionales.
Reflexiones finales
· El fenómeno del terrorismo tiene antecedentes antiguos, pero en los albores del siglo XXI constituye una novedad la dimensión en que la violencia terrorista utiliza los medios a su alcance: gases tóxicos, los atentados suicidas y, en particular, el terror generalizado de la propaganda y/o amenaza de guerra convencional, nuclear y el uso indiscriminado de los bombardeos contra la población y la infraestructura civil de los países víctimas de la “guerra antiterrorista” de los Estados Unidos y sus aliados.
· El estudio de esta problemática resulta en grado sumo complejo abordarlo en la perspectiva académica, porque a través de la historia las actividades terroristas han sido de diverso signo político: ha existido el
terrorismo de ultraderecha,
pero también de organizaciones denominadas de izquierda y nacionalistas. Y existe también el
terrorismo de Estado practicado de forma sistemática por los Estados Unidos, con mayor énfasis en su curso privilegiado de única superpotencia mundial, y algunos estados medianos o pequeños con proyecciones agresivas en su alianza con Washington, siendo en este caso Israel el más notable en el Medio Oriente. En la última década, esta alianza incondicional ha reforzado el convencimiento de que es, en sí misma, una causa importante del aumento de las acciones terroristas y de la inestabilidad en esa convulsa región.
· En un Sistema Internacional dominado en el orden político y militar por una superpotencia
[27], el fenómeno del terrorismo afecta a todas las sociedades de una manera u otra. Ya ningún estado puede ignorar su existencia, sus dimensiones e implicaciones para la paz y la seguridad de los estados, pueblos y naciones del planeta. Dado su alcance global, el terrorismo solo puede ser enfrentado con la colaboración de todos los estados miembros de la ONU, en el seno de su Asamblea General, ya que es también consecuencia de la injusticia, de la falta de educación y de cultura, de la pobreza y las desigualdades, de la humillación sufrida por naciones enteras, del desprecio y subestimación de una creencia, de la prepotencia, del abuso y los crímenes de unos grupos y/o estados poderosos contra otros más débiles.
· Un debate amplio sobre este flagelo, en el ámbito multilateral, debería propiciar una definición objetiva y justa del terrorismo para todos los estados del sistema mundial. Solo así sería posible la proscripción del uso de la fuerza apoyado en los pretextos imperiales y la unilateral “guerra antiterrorista”, que tantos daños humanitarios y económicos causa, por un lado, a los países afectados y, por otro, a la sociedad estadounidense.
· Las guerras contra Afganistán e Iraq resultaron un fracaso político y militar para los Estados Unidos, y han legado un escenario internacional más incierto, inseguro e inestable. El intento de la administración de W. Bush de conformar un “nuevo orden mundial” mediante la “guerra contra el terrorismo” quebrantó los principios básicos de la Carta de las Naciones Unidas, y sirvió para erosionar el orden jurídico internacional con la puesta en práctica de nuevas nociones: “soberanía limitada”, “intervención humanitaria”, “responsabilidad de proteger” y la “legítima defensa preventiva”, que sustentarían las proyecciones de las potencias imperialistas. Después de proclamado el fin de la “guerra fría”, el “antiterrorismo” de los Estados Unidos abrió una etapa inédita de conflictividad internacional, intervencionismo imperialista en el Tercer Mundo y de guerras de agresión condenadas por el Derecho Internacional Público.
· La actuación e influencia de los estados en los procesos y la dinámica global ha modificado el sistema internacional. Si bien existe una sola superpotencia en el escenario mundial con todos los atributos del poder delineados en lo político, económico y militar, lo ocurrido en los últimos seis años ha sido una disminución de la capacidad de los Estados Unidos de dominar el planeta por mecanismos económicos de coerción y por la fuerza bruta militar. La Unión Europea, con su potencial económico y tecnológico, se mantuvo subordinada y acomodada a la unipolaridad estadounidense en respaldo a la correlación de fuerzas favorable a Occidente, pero las contradicciones emergieron cuando algunos aliados europeos tradicionales decidieron distanciarse poco a poco de las políticas unilaterales de la administración de W. Bush, destacándose el retiro de las tropas de España e Italia y la anunciada reducción del contingente británico de la guerra en Iraq.
· La influencia mundial y regional de China y la India se hizo más creciente. La agresividad y el manifiesto militarismo de Washington acercaron las posiciones de Rusia y China en el aspecto político-diplomático y en sus visiones sobre la seguridad internacional. En la medida que Rusia se ha recuperado de sus problemas económicos internos, sus posturas internacionales devienen más críticas hacia el “nuevo orden mundial” unipolar de los Estados Unidos. Las diferencias ruso-estadounidenses sobre importantes cuestiones de defensa y seguridad tienden a acrecentarse por el impulso norteamericano a la carrera armamentista y sus pasos unilaterales en la creación de bases en República Checa y Polonia para el despliegue de su programa de “defensa” antimisil. Rusia vuelve a despuntar en calidad de un actor que desea ser más activo y centro de poder en la toma de decisiones mundiales, pero aún arrastra muchas de las limitaciones que determinaron la caída de la superpotencia soviética a finales del siglo XX.
· En América Latina se dan nuevos procesos revolucionarios en demostración de la tendencia al cambio en los países del Sur, de su ingobernabilidad por la vía neoliberal y el avance de un proceso de transformaciones que desafía la unipolaridad en las proximidades de las fronteras nacionales de los Estados Unidos. El progreso y la influencia regional de la Revolución Bolivariana en Venezuela y su alianza integracionista con Cuba, Bolivia, Ecuador, Argentina y Nicaragua, entre otros, aportan elementos cualitativamente diferentes para la construcción de un sistema internacional pluripolar en alternativa a la conformación de la multipolaridad por las principales cinco potencias miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, interesadas en la consecución de un equilibrio de poder para enfrentar en mejores condiciones los retos de la difusión del poder internacional, caracterizada por la proliferación nuclear, la amenaza transnacional terrorista y las nuevas alianzas internacionales entre potencias emergentes en el Tercer Mundo: Venezuela, Brasil, India e Irán, este último amenazado de un ataque a sus instalaciones nucleares y militares durante la administración W. Bush, que de producirse agravaría la crisis del sistema internacional y podría significar el fin de Estados Unidos como superpotencia.
[28]
· Los Estados Unidos asisten a las consecuencias del revés estratégico de su propia doctrina de política exterior, que priorizando la “guerra preventiva” contra el “terrorismo” desplegó ambiciosas metas hegemónicas en el escenario internacional. A seis años del inicio de la “guerra contra el terrorismo”, la administración de W. Bush está más aislada y débil que nunca, resultante de una política violenta e ilegal que ha afectado la propia perspectiva histórica del sistema norteamericano. El desenlace será perjudicial para el devenir de una nación que invirtió enormes recursos políticos, económicos y militares en un conjunto de guerras sin posibilidades de triunfo, confirmándose justamente el proceso de decadencia de una superpotencia que, envuelta todavía en el “síndrome de Vietnam”, intenta expandirse, más por la fuerza militar que con el derecho, dejando de manera indeleble la huella de su debilidad. Como advierten las lecciones de la historia universal, las pretensiones de dominio global por un imperio siempre ha tenido un efecto inverso: el ascenso vertiginoso de las potencias emergentes y la caída segura del principal centro de poder en el sistema internacional.
[29] El destacado académico estadounidense Immanuel Wallerstein, defiende, al menos desde 1980, la tesis sobre el declive de los Estados Unidos sustentado en el fracaso de este país en Vietnam en 1973, a partir de ese momento la superpotencia comenzó a perder guerras, véase su interesante artículo “El irresistible declive de Estados Unidos”, reproducido en Juventud Rebelde, La Habana, p. 4.