Por Alberto Garzón
Estamos inmersos en un proceso de transformación
radical de las instituciones económicas y políticas, que podemos convenir en
llamar Restauración Borbónica y que se caracteriza por tres rasgos: a)
Sostenimiento de las políticas de la troika a través de la aplicación de una
agenda reformista, destinada a constituir un modelo de crecimiento económico
basado en la precarización de la condición salarial y el estrechamiento de lo público;
b) Sustitución de la agenda política de la corrupción y el conflicto social
(paro, desahucios y hambre) por la agenda política del conflicto civil
(derechos al aborto y manifestación, terrorismo y modelo de Estado); c)
Apuntalamiento del sistema político del 78 a partir del intento de legitimación
del ciudadano Felipe de Borbón y Grecia, legalmente heredero del actual
monarca, y la aplicación de reformas políticas de maquillaje democrático (ley
de transparencia). En definitiva, la Restauración Borbónica tiene como
objetivo adecuar las instituciones políticas al proceso de constitución de un
nuevo modelo de sociedad a la vez que trata de detener la hemorragia de apoyos
políticos a Partido Popular y Partido Socialista.
El éxito de todo ello, sin embargo,
es función de la estrategia económica. Esto quiere decir que el intento
político de la Restauración Borbónica fracasará si las condiciones
materiales de vida de los ciudadanos no mejoran en un plazo de tiempo
relativamente corto. Aunque se desvíe la atención mediática desde los conflictos
sociales hacia otros escenarios que operan como cortinas de humo, no es
factible que la urgencia y emergencia del plano social desaparezca por ello. La
coerción del hambre siempre es más fuerte.
Esa merma de las condiciones
materiales de vida, que se traslada con el tiempo a un cambio en la concepción
del mundo que tienen quienes la sufren, es la que explica en gran parte la
enorme desafección política. Hastiados de un sistema político que se revela
incapaz de resolver los problemas más urgentes a la vez que se sigue
reproduciendo en sus formas más corruptas y clientelares. Los indicadores de
abstención electoral se disparan, mucho más que el paulatino desplome del
bipartidismo. Pero la izquierda se encuentra a la defensiva en prácticamente
todos los espacios. Los movimientos sociales y organizaciones de izquierdas
luchan como pueden contra las embestidas reaccionarias del Gobierno, pero la
regresión se termina consolidando. Como en un círculo vicioso, crece la
desesperanza y el agotamiento y se produce un reflujo en la lucha social.
Las elecciones europeas se inscriben
en ese contexto, y se convierten en una especie de pulsación del ánimo político
ciudadano. Regladas por un sistema electoral proporcional, donde cada voto
cuenta exactamente lo mismo, la oportunidad política de las terceras fuerzas
se presenta clara, si bien no fácil.
En un momento histórico como este,
Izquierda Unida tiene la tarea política de neutralizar la Restauración
Borbónica proponiendo una Ruptura Democrática, esto es, una
alternativa política en discurso y práctica. Para ello, hay que trabajar en
mostrar la esencia del sistema que se apuntala y revelar asimismo sus
contradicciones. Desde luego, esto pasa por la denuncia de la socialización
de pérdidas (como en los rescates financieros y de grandes empresas) y del
proceso de empobrecimiento social, así como de establecer la necesidad de poner
los instrumentos políticos y económicos al servicio de la creación de empleo.
Eso significa impugnar la actual Unión Europea, actuando con vistas a invertir
el chantaje que actualmente imponen sus estructuras antidemocráticas.
Pero sobre todo, es importante
ilusionar y generar esperanza. Derrotar a la resignación impone la tarea de
construir una alternativa no sólo programática sino también discursiva. Salir
de la lógica de reactividad ante la coyuntura y entrar de lleno en la proposición
estratégica. El objetivo de toda sociedad es la felicidad de sus miembros,
y ello conlleva unos requisitos socioeconómicos (tales como el derecho a
trabajar, a la vivienda y a la jubilación) que deben defenderse sin
desconectarse del objetivo mismo. No cabe la defensa de nada sin formular
previamente el por qué y para qué.
La construcción de un nuevo sistema
político alternativo, republicano y participativo, que se construye
precisamente para atender a los deseos últimos de los ciudadanos debería ser la
guía que ilumine la acción política y el discurso.
Pero esta tarea sobrepasa el espacio
meramente electoral. Las elecciones se presentan siempre como el resultado de
una tarea política previa. Y esa tarea impone la consecución de una hegemonía
cultural. Si la gente no desea el proyecto, si no interioriza los principios y
valores que lo sustentan, no es factible un triunfo electoral. Ese
proceso es sin duda lento, pues requiere una acción política arraigada en el
terreno y una amplia organización capaz de llegar a todas partes. Pero el
actual contexto social de descontento político es un terreno en el que puede
evolucionar con mucha mayor rapidez. Y es ahí donde Izquierda Unida puede y
tiene que jugar el papel de catalizador.
Así, las elecciones europeas se
presentan como una oportunidad para acelerar el proceso de construcción de la
alternativa democrática, también llamado proceso constituyente, y que no
sólo reside en la redacción de una hipotética nueva constitución. Pero para
lograrlo ha de enviar señales firmes de esperanza a la ciudadanía que
actualmente está al margen, más cerca o más lejos, del proyecto. Y eso se
logra, también, con una elaboración de una candidatura adaptada a tales
propósitos.
Efectivamente, el discurso no sólo
se transmite a partir de las palabras sino también a través de los símbolos. Y
las caras, los nombres y los estatus sociales de los candidatos también son
elementos discursivos que importan porque definen y describen el proyecto
mismo. De ahí que la elaboración de la candidatura deba acometerse de acuerdo a
dicha estrategia política, a fin de facilitar el mayor acierto posible. Y sin
duda es más fácil acertar cuando en la deliberación y toma de decisión
participa el mayor número posible de personas de la organización. Ello implica,
además, que la lista final cuente con mayor identificación por parte de la
organización y también con mayor legitimidad.
En definitiva, las elecciones
europeas no marcan el fin de nada. Más bien suponen un momento político que la
izquierda debe aprovechar para seguir acumulando fuerzas y para seguir
construyendo hegemonía en torno a un proyecto que proyecte ilusión y esperanza
en la constitución de una sociedad justa. Una nueva política, hacia dentro y
hacia fuera, para tiempos de emergencia social.
* Alberto
Garzón es economista y Diputado en las Cortes Generales de Izquierda Unida por
Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario