El diario conservador
francés Le Fígaro, ―el más leído en el país galo, según las acostumbradas
encuestas sobre la prensa―, publicó, en su edición del 13 de noviembre de 2013,
que la crisis de confianza entre los ciudadanos y sus líderes en las potencias
occidentales sigue creciendo. Se asegura que nada parece detener la caída de la
popularidad del presidente François Hollande, quien representa la gestión de
poder del Partido Socialista, la antigua socialdemocracia francesa.
Para tener una idea
de la crisis del liderazgo político, se expone que, en los últimos meses,
François Hollande debió conformarse con un índice de aceptación de la opinión
pública que oscila entre el 15 y 20 %, una cifra bien por debajo de las
obtenidas por su antecesor de derecha, Nicolás Sarkozy, quien sobresalió en su
condición de presidente más impopular de la política francesa en la V
República, aunque, paradójicamente, su partido se denomina Unión por un
Movimiento Popular (UMP).
A sólo dieciocho meses
después de su elección, François Hollande es desafiado por los ciudadanos
franceses. Y lo que más llama la atención, en este fenómeno, no es tanto su muy
bajo nivel de popularidad, sino la velocidad con la que ha descendido su aceptación
social. Todo esto se debe a los efectos de la crisis: elevadas cifras de
desempleo, alza de los impuestos, la proliferación de las protestas en diversos
sectores productivos, como los agricultores... Con independencia de las
críticas a la política del gobierno socialista, sus opositores, en las filas de
la derecha, consideran que la propia personalidad del jefe de Estado está
siendo cuestionada y afrontada. En este sentido, es debatida su capacidad para
tomar decisiones estratégicas y su propensión a demostrar capacidad de poder e
imposición, dos características muy propias de la función presidencial.
Como resultado de todo lo
anterior, unos analistas apuestan a la derechización completa de la política
francesa, cuando auguran un único mandato para François Hollande, y alzan sus
voces por el regreso napoleónico de Nicolás Sarkozy; mientras que otros hacen
votos por el ascenso al poder de la extrema derecha, representada por Marine Le
Pen, quien continúa ganando espacios mediáticos y políticos en una sociedad en
crisis de paradigmas.
En Gran
Bretaña, el primer ministro, David Cameron, va lentamente por la pendiente con
un 39% de aceptación popular, después de caer a un 31 % en
marzo de 2013. El gobierno de Cameron está marcado por el escándalo de las
escuchas telefónicas y su completo fracaso parlamentario, en el intento de
aprobar la intervención militar británica en Siria, a finales de agosto de
2013. Sin embargo, la mayoría de las encuestas diagnostican que David Cameron
parece cosechar los frutos de su austeridad draconiana, con la reanudación de
un débil crecimiento, que se espera llegue a 1,5 % en el próximo año, lo que
constituye la celebración de un jolgorio adelantado de la burguesía europea en
medio de la profunda crisis económica capitalista. En esta coyuntura europea,
desde la perspectiva sistémica, muy pocos mencionan que resulta un espejismo
que la economía globalmente “crece”, pero la población progresa más que la
economía y el consumo per cápita se contrae, pero ese dato lo censuran y es
como si no existiera, pues rompe el encanto de las bondades neoliberales que
siguen promoviendo.
Un caso aparte en
este escenario es la principal potencia europea conducida por la canciller alemana,
Ángela Merkel, quien está menos afectada por el desencanto que invade a Europa,
ya que reelegida en septiembre, en el apogeo de su popularidad, todavía se
registra, en octubre, un 67% de opiniones positivas. Mientras Alemania,
como principal centro del capitalismo europeo, ha fortalecido su economía,
otras potencias de la región perdieron competitividad y los países europeos
menos desarrollados, que constituyen su periferia, son cada vez más pobres. En
este contexto, Gran Bretaña y Francia desean recuperarse
rápidamente para competir con Alemania: la locomotora europea, con un
crecimiento económico del 0,5 % previsto para el 2013.
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En un tejido social invadido por el euroescepticismo, Ángela Merkel constituye la excepción que confirma la regla. La canciller alemana muestra a sus homólogos una popularidad que no ha caído por debajo del 60 % durante los últimos años. Esta dirigente conservadora de 59 años, incluso ha completado su segundo mandato al frente de la República Federal, con un respaldo popular mayor que cuando asumió el cargo en 2005. Quienes conocen a la Merkel opinan que ella ahora recoge los beneficios de una imagen sobria y un estilo de ejercicio del poder que favorece la comunicación pública. Sus discursos, en medio de escándalos y riñas dentro de su gobierno, son precisos y cada palabra tiene una clara intención. La principal fortaleza de la Merkel es una Alemania en el rango de primera potencia europea y cuarta en la economía mundial, pero también un crecimiento económico que ha impactado el comercio exterior, las finanzas públicas y el empleo, superando en todos los planos a Francia, su histórico rival y ahora “buen vecino”.
En un tejido social invadido por el euroescepticismo, Ángela Merkel constituye la excepción que confirma la regla. La canciller alemana muestra a sus homólogos una popularidad que no ha caído por debajo del 60 % durante los últimos años. Esta dirigente conservadora de 59 años, incluso ha completado su segundo mandato al frente de la República Federal, con un respaldo popular mayor que cuando asumió el cargo en 2005. Quienes conocen a la Merkel opinan que ella ahora recoge los beneficios de una imagen sobria y un estilo de ejercicio del poder que favorece la comunicación pública. Sus discursos, en medio de escándalos y riñas dentro de su gobierno, son precisos y cada palabra tiene una clara intención. La principal fortaleza de la Merkel es una Alemania en el rango de primera potencia europea y cuarta en la economía mundial, pero también un crecimiento económico que ha impactado el comercio exterior, las finanzas públicas y el empleo, superando en todos los planos a Francia, su histórico rival y ahora “buen vecino”.
Del
lado allá del Atlántico, la situación es más o menos la misma. El presidente
estadounidense Barack Obama exhibe su nivel más bajo de popularidad desde su
llegada al poder en 2008. Le Fígaro reseña que sólo
el 39% de los estadounidenses encuestados, a principios de noviembre, por el
Instituto Quinnipiac, aprueba su política, frente al 45% en octubre. Y esto se
debe a que pudiera estar pagando la presentación disfuncional de su
reforma de salud, incluyendo el componente central que entró en vigor el 1 de
octubre.
El estudio del Instituto Quinnipiac considera
que las mayorías siguen siendo pesimistas acerca de los efectos de la reforma
de Obama en la salud de la población estadounidense. Sólo el 19 % de los
encuestados piensa que mejorará, frente al 43 % que opina que empeorará,
mientras el 33 % cree que nada va a cambiar. Por otra parte, el gobierno de
Obama también se enfrenta, hace varios meses, a una serie de debates y
cuestionamientos sobre los grandes programas de espionaje de la inteligencia
estadounidense en su “lucha contra el terrorismo”, algo que pudo también haber
incidido en el desplome de su popularidad.
La impopularidad del liderazgo político en las potencias occidentales no es un fenómeno nuevo, se ha visto acrecentado con la crisis económica capitalista, pero, desde antes, apreciábamos la pérdida de identidad de los partidos políticos tradicionales, en particular del bipartidismo en cada uno de los sistemas políticos de los Estados aquí mencionados, debido al reforzamiento del perfil electoralista, la brecha creciente del discurso con el accionar político y gubernamental, así como el divorcio con las bases sociales que los sustentan.
Es
un hecho el desmontaje del Estado de Bienestar General, un proceso que se
inicia con signos más visibles en la década de los 80’ del siglo XX, inclusive
bajo gobiernos de credenciales socialistas, ha mantenido un curso irreversible,
pese la resistencia de organizaciones y movimientos sociales que buscan nuevas
alternativas políticas y económicas. El referido proceso responde a la
determinación de los grupos de poder de adaptar a la sociedad europea, en su
conjunto, al contexto impuesto por la peculiar, compleja y contradictoria
internacionalización de las relaciones de producción capitalistas y, en
particular, por la construcción de la Unión Europea sobre bases neoliberales.
Esas
evoluciones condujeron a la afectación de los indicadores sociales europeos. El
desempleo suele presentarse como el signo más visible de la crisis en este
ámbito, no obstante también deben mencionarse otros desequilibrios y fallas de
los sistemas europeos referidos a los servicios de salud, educación y seguridad
social, entre otros. Creo, hasta aquí, haber enunciado algunas de las causas
principales de la notoria impopularidad del liderazgo político de las
principales potencias occidentales, lo que requiere, obviamente, de una
investigación profunda.