En su campaña
por la relección, el presidente estadounidense Barack Obama
da señales contradictorias. Por una parte busca empujar, de manera tardía,
el programa de reformas sociales -particularmente la de salud- que formaba
parte de su candidatura en 2008 y que se disolvió en nada en cuanto llegó a la Casa Blanca;
por la otra, pretende seducir a los sectores conservadores presentándose como
continuador de la política exterior hegemónica y belicista emprendida por su
antecesor en el cargo, George W. Bush.
Así, mientras en
Washington la Suprema Corte iniciaba una audiencia de tres días para analizar
la constitucionalidad (o la falta de ella) de la ley de cobertura sanitaria
elaborada por el político hawaiano, éste, en Seúl, renovaba sus amenazas contra
Irán y Corea del Norte por los respectivos programas de desarrollo nuclear que
mantienen ambos países y que, en el caso del segundo, ha llevado a la
fabricación de unas cuantas bombas atómicas.
Las palabras de
Obama fueron mucho más duras contra Irán que contra Corea del Norte: mientras que al
gobierno de Pyongyang le advirtió que sus provocaciones y la continuación de su
programa de armas nucleares no le garantiza la seguridad que busca, al de
Teherán lo conminó a actuar conurgencia antes de que se acabe el tiempo para
resolver esto de manera diplomática. Es decir, el mandatario estadunidense
aludió una vez más a la posibilidad de una agresión militar contra Irán por
Washington y sus aliados.
El político
demócrata se revela, pues, incapaz de entender que la proliferación nuclear en
países de lo que antiguamente se denominaba la periferia es un fenómeno
impulsado por el propio belicismo de Estados Unidos y que es
conteniendo este belicismo, y no exponenciándolo, como podría inducirse un
proceso de desarme internacional o, cuando menos, de freno a los programas de
desarrollo atómico de naciones que se sienten, y con razón, amenazadas por el
poderío bélico estadunidense.
A tres años y
medio de su llegada a la Casa Blanca, en suma, Barack Obama ha perdido el
halo de esperanza que lo acompañó como candidato, ha asumido el papel de un
presidente estadunidense más y hoy se presenta ante los electores como una suma
de ambigüedades, sin otra intención visible que obtener el mayor número posible
de sufragios. En lo externo, el primer mandatario afroestadounidense de la
historia ha sido derivado a las posturas tradicionales de arrogancia imperial y
falta de comprensión de la escena internacional; en lo interno, y a pesar de
sus pretensiones originarias de reformador social, Obama se ha convertido en un
administrador más del maltrecho modelo neoliberal, ha sido incapaz de meter en
cintura a los intereses especulativos que causaron el descalabro económico de
2008-2009 y se ha distraído de los que se suponían sus propósitos centrales:
centrar las prioridades económicas oficiales en el grueso de la población, no
en los capitales financieros, y propiciar la apertura a la ciudadanía de la
institucionalidad política de Washington.
En estas
circunstancias, si Obama logra relegirse no será en virtud de una propuesta política
coherente y atractiva, sino por la abrumadora falta de estatura política y el
conservadurismo impresentable de quienes se disputan la candidatura
presidencial en el Partido Republicano. De modo que si el hawaiano consigue
el sufragio mayoritario para un segundo mandato, esta vez no lo logrará por la
vía de la apoteosis, como en 2008, sino del anticlímax.