Por Leyde E. Rodríguez
Hernández
Para
un acercamiento al problema de Somalia, hay que estudiar la historia reciente
de un país envuelto en un escenario de guerra entre los grupos que lucharon por
controlar Mogadiscio, representados por la Unión de las Cortes (Tribunales) Islámicas,
surgida en 1996, y la denominada Alianza para la Restauración de la
Paz o “Señores de la Guerra”. Estos últimos perdieron una contienda que tuvo
sus antecedentes inmediatos en las luchas entre múltiples grupos y etnias que,
con particular violencia, provocaron la caída del presidente Mohamed Siad
Barre, en enero de 1991.
En
aquel período lucharon con todas sus fuerzas y medios por el control del poder
las facciones del Congreso Unificado de Somalia, dirigidas por el presidente,
Alí Mehdi Mohamed, y las del general Mohamed Farah Aidid, quien también agrupó
las estructuras tribales y algunas organizaciones somalíes identificadas con su
liderazgo. Es necesario recordar que los Estados Unidos apoyaron a Alí Mehdi
Mohamed en detrimento del general Mohamed Farah Aidid, porque este había
logrado el dominio de la capital al costo de su destrucción y la muerte de
miles de personas.
Desde
aquella época, la intromisión extranjera en el conflicto no ha cesado.
Con
los cambios geopolíticos en las relaciones internacionales y la emergencia de
la unipolaridad estratégica-militar de los Estados Unidos, inmediatamente
después de la desaparición de la Unión Soviética, Somalia significó un punto
estratégico en los objetivos globales estadounidenses, ya que con la operación
“Tormenta del Desierto”, en Iraq, habían obtenido ventajas estratégicas en la
franja occidental del Golfo Pérsico y la Península Arábiga,
las cuales deseaban consolidar en el contexto de la expansión del proclamado
“nuevo orden mundial” de la administración de George Bush, estrategia seguida
por los presidentes William Clinton y George W. Bush, que terminó en el
verdadero desorden mundial heredado por el premio Nobel de la Paz, Barack
Obama.
Los
estrategas estadounidenses consideran que el control y subordinación de Somalia
permitiría asegurar la salida del petróleo hacia el Océano Indico y, con una
presencia militar estable en el país, podrían ejercer una mayor influencia
política, diplomática y militar en una región que forma parte del explosivo
“arcos de crisis”, pero donde yacen enormes reservas de petróleo, aún por
explorar y explotar, en los desiertos del Ogaden.
Esas
motivaciones llevaron a los Estados Unidos, en 1992, al despliegue de una
“intervención humanitaria”, que George Bush inició y William Clinton continuó,
con el nombre de “Restaurar la esperanza”. Esta operación desembarcó los
marines estadounidenses en el territorio somalí, recibiendo la rápida embestida
de la población, por lo que no pudieron lograr el control total de la situación
sobre el terreno. Sin embargo, el peso de los intereses geoeconómicos estimuló
que los Estados Unidos manipulara el Consejo de Seguridad de la ONU con
“argumentos humanitarios”, abriendo paso, en 1995, a una “coalición” integrada
por 25 mil soldados de 23 países que ocuparon el territorio somalí. La presencia
extranjera recibió nuevamente el rechazo de diversas organizaciones locales
contrarias a una injerencia militar en su país.
Las
acciones contra las tropas de la
ONU tuvieron su punto álgido en la emboscada que causó la
muerte a 24 soldados paquistaníes. El gobierno de los Estados Unidos culpó al
general Aidid con la responsabilidad de
todos los ataques sufridos por los militares de la ONU. Para los combatientes
somalíes, Aidid representó la lucha por la independencia y los valores
nacionales mancillados por un agresor externo. Por esa razón, se entiende que
obtuvo el apoyo de amplios sectores populares somalíes, cuando dirigió exitosas
operaciones militares contra las fuerzas intervencionistas conducidas por los
Estados Unidos.
La
resistencia popular somalí aniquiló una compañía de tropas especiales de los
Estados Unidos con el saldo de 75 heridos, 18 muertos y un número indeterminado
de desaparecidos. Las imágenes de los marines muertos arrastrados por las
calles de Mogadiscio recorrieron el mundo, pero las cadenas de televisión
occidentales no quisieron mostrar los más de 10 mil somalíes que perecieron, en
las mismas calles, por la metralla y la barbarie de los agresores. El gobierno
de William Clinton cargó con la responsabilidad histórica del primer fiasco
guerrerista en suelo africano del invocado “nuevo orden mundial”. La
administración estadounidense estuvo obligada a la retirada de sus soldados de
la tierra invadida, sin que nunca pudieran aceptar aquella rotunda derrota
convertida de por vida en el “síndrome somalí”, todavía recordado por quienes
en la sociedad norteamericana estuvieron involucrados directamente en ese
conflicto.
A
pesar de aquel golpe en territorio somalí, los Estados Unidos persistieron en
su interés de dominar a la irredenta Mogadiscio. Sí, a un país desangrado por
la guerra, las enfermedades, la pobreza, sin hospitales y escuelas.
A todo eso hay que añadir que Somalia es el único país que carece de una
autoridad central. Las Cortes Islámicas mantienen el control de alrededor del
60 % del territorio, mientras el Gobierno Federal de Transición (GFT), vigilado
por los Estados Unidos, controla solamente una mínima parte de la capital.
Somalia
es considerada por las potencias occidentales como un “Estado fallido”. Esta
expresión es utilizada para justificar las políticas económicas neoliberales,
la violación de la soberanía de los países del sur y la aplicación de acciones
militares con supuestos fines humanitarios.
La
Somalia del Cuerno Africano forma parte
del denominado “Triángulo de la Muerte”, que está integrado además por Etiopía
y Kenya. Estos países sufren una severa escasez de alimentos y necesitan de una
ayuda internacional urgente. La situación más grave está en Somalia, donde,
según la ONU, 29 000 niños menores de cinco años han muerto y 3,7 millones de
personas necesitan con urgencia asistencia humanitaria. Este terrorífico
panorama es vergonzoso para el sistema capitalista globalizado, precisamente en
una época en que, por diferentes vías, se ven amenazados los derechos de la
especie humana a su supervivencia.
Es
evidente que de Somalia conocemos poco. En los últimos años solo se nos habla
de un país de “piratas modernos” bien armados y con las indumentarias necesarias
para apoderarse de embarcaciones y riquezas; pero, para muchos somalíes, los
guardacostas por cuenta propia simbolizan la defensa de las aguas territoriales
frente a la pesca ilegal y el vertido de desechos tóxicos: nuclear, uranio,
cadmio, plomo y mercurio, en sus aguas territoriales. Sobre los implicados en
estos hechos y el fenómeno de la “piratería” todavía queda mucho por dilucidar,
porque, en aguas revueltas, las ganancias van casi siempre al bolsillo de los
poderosos pescadores que monitorean al actual gobierno de transición, una facción
favorable a los intereses estratégicos de los Estados Unidos en esa región. La
realidad es que las sofisticadas fábricas flotantes de las potencias
capitalistas se han apropiado de una de las más ricas zonas de pesca que quedan
en el planeta. Los barcos occidentales son ilegales, furtivos y violan las más
elementales leyes internacionales, porque son parte de una creciente iniciativa
internacional de pesca delictiva.
El
insuficiente conocimiento sobre Somalia, en las dos últimas décadas, pudiera
explicarse porque sus problemáticas internas quedaron diluidas entre una
miríada de acontecimientos que acapararon la atención internacional y que
tuvieron un efecto catastrófico para sus
pueblos. Me refiero a la ocupación estadounidense de Iraq y la guerra
indiscriminada en Afganistán, que llegaron a convertirse en los principales
conflictos de la política mundial en franca competencia con la permanente
agresión de Israel a los territorios palestinos ocupados. Esos sucesos mayores
silenciaron las aterradoras circunstancias que atraviesa Somalia, un país en el
que más de un millón de personas perdió la vida a causa de la guerra y más del
40 % de la población emigró hacia otros países.
Y
si lo descrito fuera poco, en los tiempos de Barack Obama, amparado en
pretextos de la lucha antiterrorista, continuó el bombardeo del territorio
somalí con aviones no tripulados.
Claro
está, la indiferencia, ante tanto infortunio, no es de extrañar por una llamada
Comunidad Internacional en la que sus jugadores coinciden con el club selecto
de las antiguas potencias coloniales. Tal es así que, en abril del 2012,
después de que el denominado Foro de la Política Mundial (GPF, por sus siglas
en inglés) presentara un informe sobre la situación somalí, para el primer Ministro
británico, David Cameron, “Somalia es un país en caos, violento y sin
esperanza, y amenaza los intereses del Reino Unido y de todos. No estamos para
imponer soluciones a un país desde lejos”.
El
mismísimo Cameron, la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, y
el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, apoyaron a la nueva
administración de Somalia, que entrará en acción, en agosto de 2012, bajo la
tutela de los prominentes dirigentes de la Comunidad Internacional. Sin
embargo, el mencionado informe del GPF indicó que las verdaderas y únicas
intenciones de las potencias en Somalia están centradas en las reservas de
entre 5 mil millones y 10 mil millones de barriles de petróleo crudo, por un
valor de 500 millones de dólares al precio actual. Además de las reservas de
hierro, estaño, uranio, cobre y otros minerales, lo cual es una incitación
justificada para que las potencias capitalistas aseguren una intendencia que
les asegure sus intereses estratégicos de control de los recursos naturales en
ese país.
Queda
claro que Somalia es un país maniatado por la llamada Comunidad internacional.
Así lo confirman los insistentes ataques con aviones “drones” no tripulados;
las operaciones militares secretas de los Estados Unidos, Gran Bretaña y
Francia, con el completo apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU; la misión
Atalanta, los mercenarios de Etiopia, Kenia, Burundi y Uganda. Pero la rebeldía
del pueblo somalí no ha podido ser apagada. El movimiento de Jóvenes
muyahidines de la Unión de Cortes Islámicas y el grupo armado Al-Shabaab continúan
enfrentados a la intervención extranjera que subyuga al pueblo somalí.
Y
lo leído hasta aquí es solo un breve recorrido por la convulsa historia de un
vértice del referido “Triángulo de la Muerte”: Somalia, un país sufrido,
preterido y esquilmado por las potencias capitalistas occidentales.