NUEVA YORK.- Para todos los que tengan ojos para ver, la luz existente entre las políticas exteriores de George W. Bush y Barack Obama se ha estado reduciendo desde que asumió el actual presidente.
Pero la semana pasada se hizo oficial: cuando la historia de las guerras de Estados Unidos post-11 de Septiembre se escriba, los historiadores se verán obligados a evaluar a los dos gobiernos juntos, y enunciar su juicio sobre la era Bush-Obama.
Pero la semana pasada se hizo oficial: cuando la historia de las guerras de Estados Unidos post-11 de Septiembre se escriba, los historiadores se verán obligados a evaluar a los dos gobiernos juntos, y enunciar su juicio sobre la era Bush-Obama.
La muerte de Osama ben Laden ofreció la prueba más visible de esta continuidad. Pero la evidencia más importante de la convergencia Bush-Obama radica en otro lado, en acontecimientos de la semana pasada que no merecieron titulares chillones, porque parecían de rutina.
Uno de ellos fue la actual campaña de bombardeo de la OTAN en Libia, que ahora ni siquiera aparenta estar limitada a los objetivos humanitarios. Otro fue el ataque del Predator en las regiones tribales de Paquistán, que dio como resultado la muerte de un grupo de militantes sospechosos mientras la atención del mundo seguía concentrada en las horas finales de Ben Laden. Otro fue el misil norteamericano que erró por muy poco a su objetivo de dar muerte a Anwar al-Awlaki, un clérigo nacido en Estados Unidos que ha emergido como el reclutador clave para la filial de Yemen de Al-Qaeda.
Imaginen, por un momento, que éstas eran las políticas de Bush en acción. La búsqueda de un cambio de régimen en Libia, conducido sin siquiera un pedido de aprobación en el Congreso. Una campaña de ataques aéreos controlados a distancia, en los que los daños colaterales son inevitables, llevados a cabo dentro de un país en el que no estamos oficialmente en guerra. Un ciudadano norteamericano que fue tomado como blanco de asesinato, que no ha sido denunciado ni ha recibido condena en ningún tribunal de Estados Unidos.
Imaginen los furiosos editoriales y las columnas sobre las tiranías de derecha y la extralimitación neoconservadora. Imaginen todo eso, y después observen la realidad. Para la mayoría de los demócratas, lo que durante la administración Bush se consideraba fascismo sigiloso es simplemente viejo sentido común cuando el presidente es un demócrata.
Hay buenas noticias para el país en este giro de 180 grados. El hecho de tener a uno de los suyos en la Casa Blanca ha obligado a los demócratas a ponerse en los zapatos de Bush y apreciar sus dilemas y decisiones. En cierta medida, la convergencia Bush-Obama es un signo de que el Partido Demócrata está creciendo y aceptando su parte de responsabilidad por las caóticas realidades en el mundo post-11 de Septiembre.
Es algo bueno, por ejemplo, que Obama haya hecho más lenta la retirada de Irak, y es un signo de madurez política que sus bases no lo hayan castigado por ello. Es algo bueno que la Casa Blanca no haya enviado cada uno de los prisioneros de Guantánamo a una corte civil (o de regreso a casa). Muchos demócratas parecen ahora dispuestos a optar por una justicia de frontera y no por los procedimientos judiciales usuales cuando las circunstancias así lo requieren? como pasó la semana pasada en Abbottabad.
Pero también hay peligros en este giro. Ahora que los demócratas han aprendido a dejar de preocuparse y adoptar la presidencia imperial, Estados Unidos carece de un control institucional firme de la tendencia a la arrogancia y a la extralimitación bélica. La velocidad con la que los viejos pacifistas se unieron para apoyar la guerra en Libia fue reveladora y deprimente. La ausencia de protestas consistentes sobre la voluntad de la Casa Blanca de asesinar a ciudadanos norteamericanos sin juicio debería resultar igualmente inquietante.
Tal como ha descubierto Obama, un conflicto abierto, más allá de nuestras fronteras, requiere cierta comodidad con las áreas morales grises. Pero también requiere vigilancia, y cierto escepticismo acerca de darle al gobierno vía libre para una guerra eterna. Durante la era Bush, esa vigilancia fue proporcionada por uno de los principales partidos políticos del país. Pero en la era Obama, está limitada a la extrema izquierda y a la derecha libertaria.
Esta vigilancia necesita ser matemática y moral. La continuidad más peligrosa entre las presidencias de Bush y Obama tal vez sea su compartida falta de disposición a sincerarse con el país sobre lo que cuesta nuestra actual postura en política exterior, y cómo encaja en nuestros problemas fiscales.
Traducción de Mirta Rosenberg
Tomado de La Nación (Argentina)
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