Por Atilio Boron
Un
artículo reciente firmado por John Tirman, director del Centro de
Estudios Internacionales del Massachusetts Institute of Technology
(MIT) y publicado en el Washington Post, plantea con crudeza una
reflexión sobre un aspecto poco estudiado de las políticas de agresión
del imperialismo: la indiferencia de la Casa Blanca y de la opinión
pública en relación a las víctimas de las guerras que Estados Unidos
libra en el exterior. (1)
Como
académico “bienpensante” se abstiene de utilizar la categoría
“imperialismo” como clave interpretativa de la política exterior de su
país; su análisis, en cambio, revela a los gritos la necesidad de
apelar a ese concepto y a la teoría que le otorga sentido. Tirman
expresa en su nota la preocupación que le suscita, en cuanto ciudadano
que cree en la democracia y los derechos humanos, la incoherencia en
que incurrió Barack Obama –no olvidemos, un Premio Nóbel de la Paz-
cuando en su discurso pronunciado en Fort Bragg (14 de Diciembre de
2011) para rendir homenaje a los integrantes de las fuerzas armadas que
perdieron la vida en la guerra de Irak (unos 4.500, aproximadamente) no
dijo ni una sola palabra de las víctimas civiles y militares iraquíes
que murieron a causa de la agresión norteamericana.
Agresión,
conviene recordarlo, que no tuvo nada que ver con la existencia de
“armas de destrucción masiva” en Irak o con la inverosímil complicidad
del antiguo aliado de Washington, Saddam Hussein, con las fechorías que
supuestamente cometía otro de sus aliados, Osama Bin Laden.
El
objetivo excluyente de esa guerra, como la que amenaza iniciar en
contra de Irán, fue apoderarse del petróleo iraquí y establecer un
control territorial directo sobre esa estratégica zona para el momento
en que el aprovisionamiento del crudo deba hacerse confiando en la
eficacia disuasiva de las armas en lugar de las normas de aquello que
algunos espíritus ingenuos en la Europa del siglo XVIII dieron en
llamar “el dulce comercio.”
En su nota
Tirman acierta al recordar que las principales guerras que Estados
Unidos libró desde el fin de la Segunda Guerra Mundial –Corea, Vietnam,
Camboya, Laos, Irak y Afganistán- produjeron, según sus propias
palabras, una “colosal carnicería”. Una estimación que este autor
califica como muy conservadora arroja un saldo luctuoso de por lo menos
seis millones de muertes ocasionadas por la cruzada lanzada por
Washington para llevar la libertad y la democracia a esos infortunados
países. Si se contaran operaciones militares de menor escala -como las
invasiones a Grenada y Panamá, o la intervención apenas disimulada de
la Casa Blanca en las guerras civiles de Nicaragua, El Salvador y
Guatemala, para no hablar de similares tropelías en otras latitudes del
planeta- la cifra se elevaría considerablemente.(2)
No
obstante, y pese a las dimensiones de esta tragedia, a las cuales
habría que agregar los millones de desplazados por los combates y la
devastación sufrida por los países agredidos, ni el gobierno ni la
sociedad norteamericana han evidenciado la menor curiosidad,
preocupación, ¡ni digamos compasión!, para enterarse de lo ocurrido y
hacer algo al respecto. Esos millones de víctimas fueron simplemente
borrados del registro oficial del gobierno y, peor aún, de la memoria
del pueblo norteamericano mantenido impúdicamente en la ignorancia o
sometido a la interesada tergiversación de la noticia. Cómo
lúgubremente reiteraba el criminal dictador argentino Jorge R. Videla
ante la angustiada pregunta de los familiares de la represión, también
para Barack Obama esas víctimas de las guerras estadounidenses “no
existen”, “desaparecieron”, “no están”.
Si
el holocausto perpetrado por Adolf Hitler al exterminar a seis millones
de judíos hizo que su régimen fuese caracterizado como una aberrante
monstruosidad o como una estremecedora encarnación del mal, entonces
¿qué categoría teórica habría que usar para caracterizar a los
sucesivos gobiernos de Estados Unidos que sembraron muertes en una
escala por lo menos igual, si no mayor?
Lamentablemente
nuestro autor no se formula esa pregunta porque cualquier respuesta
habría puesto en cuestión el crucial artículo de fe del credo
norteamericano que asegura que Estados Unidos es una democracia. Más
aún: que es la encarnación más perfecta de “la democracia” en este
mundo. Observa con consternación, en cambio, el desinterés público por
el costo humano de las guerras estadounidenses; indiferencia reforzada
por el premeditado ocultamiento que se hace de aquellos muertos en la
voluminosa producción de películas, novelas y documentales que tienen
por tema central la guerra; por el silencio de la prensa acerca de
estas masacres –recordar que, luego de Vietnam, la censura en los
frentes de batalla es total y que no se pueden mostrar víctimas civiles
y tampoco soldados norteamericanos heridos o muertos; y porque las
innumerables encuestas que a diario se realizan en Estados Unidos jamás
indagan cuál es el grado de conocimiento o la opinión de los
entrevistados acerca de las víctimas que ocasionan en el exterior las
aventuras militares del imperio.
Este pesado
manto de silencio se explica, según Tirman, por la persistencia de lo
que el historiador Richard Slotkin denominara el “mito de la frontera”,
una de las constelaciones de sentido más arraigada de la cultura
norteamericana según la cual una violencia noble y desinteresada -o
interesada solo en producir el bien- puede ser ejercida sin culpa o
cargos de conciencia sobre quienes se interpongan al “destino
manifiesto” que Dios ha reservado para los norteamericanos y que, con
piadosa gratitud, los billetes de dólar recuerdan en cada una de sus
denominaciones. Solo “razas inferiores” o “pueblos bárbaros”, que viven
al margen de la ley, podrían resistirse a aceptar los avances de la
“civilización”.
El violento despojo sufrido
por los pueblos originarios de las Américas, tanto en el Norte como en
el Sur, fue justificado por ese racista mito de la frontera y
edulcorado con infames mentiras. En el extremo sur del continente, en
la Argentina, la mentira fue denominar como “conquista del desierto” la
ocupación territorial a sangre y fuego del habitat, que no era
precisamente un desierto, de los pueblos originarios.
En
Chile la mentira fue bautizar como “la pacificación de la Araucanía” al
nada pacífico y sangriento sometimiento del pueblo mapuche. En el
norte, el objeto del pillaje y la conquista no fueron las poblaciones
indígenas sino una fantasmagórica categoría, apenas un punto cardinal:
el Oeste. En todos los casos, como lo anotara el historiador Osvaldo
Bayer, la “barbarie” de los derrotados, que exigía la perentoria misión
civilizatoria, era demostrada por su … ¡desconocimiento de la propiedad
privada!
En suma: esta constelación de
creencias -racista y clasista hasta la médula- presidió el fenomenal
despojo de que fueron objeto los pueblos originarios y liberó a los
píos cristianos que perpetraron la masacre de cualquier sentimiento de
culpa. En realidad, las víctimas eran humanas sólo en apariencia. Esa
ideología reaparece en nuestros días, claro que de forma transfigurada,
para justificar el aniquilamiento de los salvajes contemporáneos. Sigue
“oprimiendo el cerebro de los vivos”, para utilizar una formulación
clásica, y fomentando la indiferencia popular ante los crímenes
cometidos por el imperialismo en tierras lejanas. Con la invalorable
contribución de la industria cultural del capitalismo hoy la condición
humana le es negada a palestinos, iraquíes, afganos, árabes,
afrodescendientes y, en general, a los pueblos que constituyen el
ochenta por ciento de la población mundial. Tirman recuerda, como ya lo
había hecho antes Noam Chomsky, el sugestivo nombre asignado a la
operación destinada a asesinar a Osama Bin Laden: “Gerónimo”, el jefe
de los apaches que se opuso al pillaje practicado por los blancos. El
lingüista norteamericano también decía que algunos de los instrumentos
de muerte más letales de las fuerzas armadas de su país también tienen
nombres que aluden a los pueblos originarios: el helicóptero Apache, el
misil Tomahawk, y así sucesivamente.
Tirman
concluye su análisis diciendo que esta indiferencia ante los “daños
colaterales” y los millones de víctimas de las aventuras militares del
imperio socava la credibilidad de Washington cuando pretende erigirse
en el campeón de los derechos humanos. Agregaríamos: socava
“irreparablemente” esa credibilidad, como quedó elocuentemente
demostrado en 2006 cuando la Asamblea General de la ONU creó el Consejo
de Derechos Humanos, en reemplazo de la Comisión de Derechos Humanos,
con el voto casi unánime de los estados miembros y el solitario rechazo
de Estados Unidos, Israel, Palau y las Islas Marshall.(3) Lo mismo
ocurre cuando año tras año la Asamblea General condena por una mayoría
aplastante el criminal bloqueo a Cuba impuesto por Estados Unidos.
Pero
no es sólo la credibilidad de Washington lo que está en juego. Más
grave aún es el hecho de que la apatía y el sopor moral que
invisibilizan la cuestión de las víctimas garantiza la impunidad de
quienes perpetran crímenes de lesa humanidad en contra de poblaciones
civiles indefensas (como en los casos de My Lai en Vietnam o Haditha en
Irak, para no mencionar sino los más conocidos). Pero esto viene de
lejos: recuérdese la patética indiferencia de la población
norteamericana ante las noticias del bombardeo atómico en Hiroshima y
Nagasaki, y los cables que enviaba el corresponsal del New York Times
destacado en Japón diciendo que ¡no había indicios de radioactividad en
la zona bombardeada! Impunidad que alentará futuras atrocidades,
motorizadas por la inagotable voracidad de ganancias que exige el
complejo militar-industrial, para el cual la guerra es una condición
necesaria, imprescindible, de sus beneficios. Sin guerras, sin escalada
armamentista el negocio arrojaría pérdidas, y eso es inadmisible. Y son
las ganancias de esos tenebrosos negocios, no olvidemos, las que
financian las carreras de los políticos norteamericanos (y Obama no es
excepción a esta regla) y las que sostienen a los oligopolios
mediáticos con los cuales se desinforma y adormece a la población.
No
por casualidad Estados Unidos ha guerreado incesantemente en los
últimos sesenta años. Los preparativos para nuevas guerras están a la
vista y son inocultables: comienzan con la satanización de líderes
desafectos, presentados ante la opinión pública como figuras
despóticas, casi monstruosas ; sigue con intensas campañas
publicitarias de estigmatización de gobiernos desafectos y pueblos
díscolos; luego vienen las condenas por presuntas violaciones a los
derechos humanos o por la complicidad de aquellos líderes y gobiernos
con el terrorismo internacional o el narcotráfico, hasta que finalmente
la CIA o algún escuadrón especial de las fuerzas armadas se encarga de
fabricar un incidente que permita justificar ante la opinión pública
mundial la intervención de los Estados Unidos y sus compinches para
poner fin a tanto mal.
En tiempos recientes
eso se hizo en Irak y luego en Libia. En la actualidad hay dos países
que atraen la maliciosa atención del imperio: Irán y Venezuela, por
pura casualidad dueños de inmensas reservas de petróleo. Esto no
significa que la funesta historia de Irak y Libia vaya necesariamente a
repetirse, entre otras cosas porque, como lo observara Noam Chomsky,
Estados Unidos sólo ataca a países débiles, casi indefensos, y aislados
internacionalmente. Washington ha hecho lo imposible para establecer un
“cordón sanitario” que aísle a Teherán y Caracas, pero hasta ahora sin
éxito. Y no son países destruidos por largos años de bloqueo, como
Irak, o que se desarmaron voluntariamente, como Libia, seducida por las
hipócritas demostraciones de afecto de una nueva camada de
imperialistas. Afortunadamente, ni Irán ni Venezuela se encuentran en
esa situación. De todos modos habrá que estar alertas.
Notas:
(1) “Why do we ignore the civilians killed in American wars?” (The Washington Post, 5 Diciembre 2011)
(2)
Expertos internacionales aseguran que el número de víctimas ocasionadas
por Estados Unidos en Vietnam ronda las cuatro millones de personas. La
estimación total de seis millones subestima grandemente la masacre
desencadenada por el imperialismo norteamericano en sus diferentes
guerras.
(3) Añadamos un dato bien significativo: cuando la
Asamblea General tuvo que decidir la composición del Consejo, el 9 de
Mayo del 2006, Estados Unidos no logró los votos necesarios para ser
uno de los 47 países que debía integrarlo. ¡Toda una definición sobre
la nula credibilidad internacional de Estados Unidos como defensor de
los derechos humanos!
Fuente: http://www.argenpress.info/2012/01/los-desaparecidos-del-imperio.html
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