Por Leyde Ernesto
Rodríguez Hernández
Siria ha sido durante años el blanco perfecto de una furiosa guerra imperialista. Es un teatro de operaciones militares "beneficioso" para Estados Unidos y sus aliados, ávidos de ganancias en la confrontación geopolítica y proclives al cambio de régimen, allí donde los intereses son contrapuestos a los occidentales.
Desde las postrimerías de la administración Trump, como en experiencias anteriores, estaba en preparación una acción militar contra un objetivo iraní o un bombardeo en la Siria martirizada, que tiene en Estados Unidos su principal baluarte. Recordaremos el jueves 25 de febrero de 2021, cuando el flamante presidente de Estados Unidos, Joseph Robinette Biden Jr, ordenó contra Siria la primera operación militar de su periodo de gobierno.
Había transcurrido apenas un mes y unos días de su centelleante y prometedora toma de posesión. Algunos soñaban con una etapa de calma, reflexión y diplomacia multilateral, pero el gobierno permanente, en una nación de naturaleza militarista, indicó al presidente Biden la orden, que ya se esperaba en el ejército, de un ataque aéreo contra Siria, con el pretexto de que el objetivo destruido pertenecía a milicias respaldadas por Irán, en represalia a los ataques recientes sufridos por el personal estadounidense y su coalición en Irak.
Cualquiera que fuese el argumento esgrimido y la situación militar sobre el terreno, los bombardeos estadounidenses están muy lejos de constituir un factor de paz o una acción que prestigie la política exterior del gobierno de los Estados Unidos, desacreditado por su sobredimensionamiento militarista en Irak, Afganistán y la propia Siria. La reacción de los principales actores internacionales no se hizo esperar. Siria, país agredido, lo calificó de cobarde bombardeo aéreo y condenable en términos enérgicos, recibiendo de inmediato el apoyo de Rusia al exigir el respeto absoluto a la soberanía y la integridad territorial de su principal aliado en la región, al tiempo que confirmó su oposición a cualquier intento de convertir el territorio sirio en un polígono de arreglo de cuentas geopolíticas, lo cual es un hecho desde el inicio de esta guerra que no termina.
Y como en los tiempos de los días agonizantes de la Unión Soviética o los más convulsos momentos de la unipolaridad del sistema internacional, Rusia recibió una advertencia de cuatro a cinco minutos sobre la primera acción militar de la administración Biden, y el canciller Sergei Lavrov confirmó que el aviso llegó demasiado tarde para aliviar la situación. Este hecho no es un problema de comunicación puntual entre grandes potencias en rivalidad geopolítica. Observamos en él una acción militar deliberada y criminal, concebida y ejecutada sin la autorización del Congreso estadounidense y del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
A su turno, China, abogó porque todas las partes pertinentes respeten la soberanía, independencia e integridad territorial de Siria y sobre la necesidad de evitar nuevas complicaciones a la situación de ese país. Además de los dos miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, Cuba reiteró su posición de principios con una condena unánime de su canciller Bruno Rodríguez Parrilla, quien condenó la agresión y la calificó una violación flagrante de la soberanía y la integridad territorial de la hermana nación, pero también del Derecho Internacional y la Carta de la ONU. Se escucharon muchas más voces condenatorias, pero el contenido de esas tres declaraciones ejemplifica lo expresado en público y privado por otros actores del sistema internacional.
Las personas bien informadas saben que Biden no será un presidente recio de carácter frente al poderoso gobierno permanente simbolizado en el Complejo Militar Industrial, el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia, un triángulo que es el eje del poder estadounidense, con notables impactos en la dinámica del sistema internacional, por la injerencia de Estados Unidos en los asuntos internos de otras naciones, el alcance y el carácter destructivo de sus armamentos, por su protagonismo en conflictos militares y el lugar que ocupan esas instituciones en la política interna de la superpotencia, como instrumento de fuerza que le permite al gobierno reprimir y combatir rebeliones al estilo de las observadas en los días previos de la compleja toma de posesión en enero, cuando se sucedían peligrosas protestas poselectorales que llegaron en su forma más violenta y depravada al allanamiento del Capitolio.
El conflicto sirio está lejos de concluir. Estados Unidos vuelve a dar muestra de que no está interesado en la paz, pues allí se juegan muchos intereses geopolíticos, militaristas y negocios petrolíferos. Pensar la paz para el territorio sirio es para los estrategas estadounidenses aceptar la derrota y el cambio desfavorable en la correlación de fuerzas con respecto a Rusia, principal actor militar en la región. Por eso, tampoco la conflictividad internacional. Así lo expresan los niveles de hostilidad evidenciados por la nueva administración hacia Irán, las últimas sanciones unilaterales e injustas contra Rusia; la decisión de extender por un año la emergencia nacional que califica a Venezuela "una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior estadounidense" -una herencia de la administración Obama- y las declaraciones de la vocera de la Casa Blanca, Jen Psaki, referidas a que un cambio de postura sobre Cuba no está actualmente entre las prioridades del actual gobierno. Sin embargo, la presencia infundada de la isla en la lista de estados patrocinadores del terrorismo agrava el bloqueo económico e impide las operaciones comerciales para adquirir insumos, equipos y medicamentos necesarios en el enfrentamiento a la pandemia de Covid-19.
No es ni será la última vez que exista contradicción entre lo que diga o prometa el presidente de Estados Unidos y lo que se haga en la política práctica. La historia de las relaciones internacionales ha demostrado que la diplomacia estadounidense prefiere siempre volver a la mesa de negociaciones mediante posiciones de fuerza. El bombardeo reciente relacionado con Irán podría ser otro ejemplo, en el sentido de tratar de rescatar el acuerdo nuclear del que su antecesor Donald Trump retiró a su país hace más de tres años. Por otra parte, es una acción de guerra peligrosa que solo acentúa la desconfianza entre las partes en conflicto e incentiva a Irán, y a otros actores regionales enfrentados a las fuerzas militares norteamericanas, a una espiral de respuestas asimétricas cada vez más mortíferas y alejadas de la paz.
En un sistema internacional cambiante hacia una estructura multipolar y ante las ruinas de un orden liberal disfuncional para la mayoría de las naciones, Estados Unidos apuesta a la restauración de su liderazgo global y a reconstruir lo que constituye hoy un sueño de gloria perdido, en alusión al indiscutible poderío hegemónico alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial.
Más allá del episodio de guerra mencionado, los factores condicionantes que justificarán la conducta de Estados Unidos durante el gobierno de Joseph R. Biden, deben estudiarse en los siguientes documentos doctrinarios: “Rescatando la política exterior de Estados Unidos después de Trump”, artículo publicado por el presidente Biden en plena campaña electoral en la célebre revista Foreign Affairs, correspondiente a marzo/abril 2020; “Una política exterior para el pueblo estadounidense”, discurso del secretario de Estado, Antony J. Blinken, el 3 de marzo de 2021, publicado en el sitio web del Departamento de Estado, en el que el jefe de la diplomacia del imperio se pregunta: ¿Qué debemos hacer para que Estados Unidos sean más fuertes en casa y en el mundo? Y esboza las ocho prioridades estratégicas de la política exterior de la superpotencia.
En ese mismo discurso presentado en el Departamento de Estado, Blinken anunció la existencia de la denominada “Orientación Estratégica Provisional sobre la Seguridad Nacional y Política Exterior”, que contiene las pautas a seguir por las agencias de seguridad nacional del imperio, mientras el establishment sigue la elaboración de una estrategia de seguridad nacional más abarcadora en los próximos meses.
De cualquier manera, aunque la próxima Estrategia de Seguridad Nacional de la administración Biden está en camino, ya conocemos, por sus primeros actos en Siria y los referidos documentos estratégicos cuáles serán sus intenciones y métodos en política exterior, que contiene una abundante retórica para enmascarar el accionar agresivo estadounidense en el escenario internacional. Queda claro que la nueva administración conducida por Biden pretende que Estados Unidos siga teniendo las fuerzas armadas más poderosas del mundo, porque en sus concepciones de seguridad nacional una diplomacia eficaz depende en gran medida del poderío de las fuerzas armadas.
Con ese enfoque de continuidad en la política exterior, aunque se enfatice en que el instrumento diplomático siempre estará primero que la guerra, el discurso de Blinken es favorable a la violencia o la guerra en la política internacional, cuando enfatiza que “nunca dudaremos en usar la fuerza cuando estén en juego las vidas y los intereses vitales de los estadounidenses. Por eso el presidente Biden autorizó un ataque aéreo contra grupos de milicias respaldadas por Irán contra fuerzas estadounidenses y de la coalición en Irak”. Sin embargo, las vidas y los intereses vitales de los norteamericanos estarán siempre en peligro por sus ocupaciones, injerencia o presencia militar en otras naciones, sin el respeto a su soberanía e independencia. Mientras esto no cambie, la violencia en el accionar internacional de Estados Unidos será un factor desestabilizador que amenaza la paz y seguridad de distintas regiones y países.
Por el momento, en la octava prioridad de la política exterior de la administración Biden, la relación con China es la mayor prueba que el gobierno del Partido Demócrata gestionará, pues constituye el principal desafío geopolítico para Estados Unidos. Pero, como si no fuese suficiente, hay otros estados que representan una preocupación adicional, entre los que se incluyen a Rusia, Irán y Corea del Norte, pero el reto que representa China es diferente porque es el único actor internacional con la capacidad económica, diplomática, militar y tecnológica para competir y desafiar seriamente el actual poderío estadounidense.
Y para contrarrestar a China desde una posición de fuerza, la diplomacia de Biden requerirá trabajar con sus aliados en Europa y Asia, cuyos vínculos deberán reconstruirse en la lógica del liderazgo y del apuntalamiento del resquebrajado orden internacional liberal.
En espera de otros documentos estratégicos más profundos y detallados, los tres que ahora he mencionado nos ofrecen suficiente claridad en mensajes directos y edulcorados sobre las intenciones, prioridades y alcances de las concepciones de seguridad nacional y política exterior del actual gobierno de turno en la Casa Blanca.
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