Por Ignacio Ramonet
¿En qué
contexto general se está dibujando la nueva geopolítica del petróleo?
El país
hegemónico, Estados Unidos, considera a China como la única potencia
contemporánea capaz, a medio plazo (en la segunda mitad del siglo XXI), de
rivalizar con él y de amenazar su hegemonía solitaria a nivel mundial. Por
ello, Washington instauró secretamente, desde principio de los años 2000, una
“desconfianza estratégica” con respecto a Pekín.
El presidente Barack Obama decidió reorientar la
política exterior norteamericana considerando como criterio principal este
parámetro. Estados Unidos no quiere encontrarse de nuevo en la humillante
situación de la Guerra Fría (1948-1989), cuando tuvo que compartir su hegemonía
mundial con otra “superpotencia”, la Unión Soviética. Los consejeros de Obama
formulan esta teoría de la siguiente manera: “Un sólo planeta, una sola
superpotencia”.
En consecuencia, Washington no deja de
incrementar sus fuerzas y sus bases militares en Asia Oriental para intentar
“contener” a China. Pekín constata ya el bloqueo de su capacidad de expansión
marítima por los múltiples “conflictos de los islotes” con Corea del Sur,
Taiwán, Japón, Vietnam, Filipinas… Y por la poderosa presencia de la VIIª flota
de Estados Unidos. Paralelamente, la diplomacia norteamericana refuerza sus
relaciones con todos los Estados que poseen fronteras terrestres con China
(exceptuando a Rusia). Lo que explica el reciente y espectacular acercamiento
de Washington con Vietnam y con Birmania.
Esta política prioritaria de atención hacia el
Extremo Oriente y de contención de China sólo es posible si Estados Unidos
logra poder alejarse de Oriente Próximo. En este escenario estratégico,
Washington interviene tradicionalmente en tres ámbitos. En primer lugar, en el
ámbito militar: Washington se encuentra inmerso en varios conflictos,
especialmente en Afganistán contra los talibanes y en Irak-Siria contra la
Organización del Estado Islámico. En segundo lugar, en el ámbito de la
diplomacia, en particular con la República Islámica de Irán, con el objetivo de
limitar su expansión ideológica e impedir el acceso de Teherán a la fuerza
nuclear. Y, en tercer lugar, en el ámbito de la solidaridad, especialmente con
respecto a Israel, para quien Estados Unidos sigue siendo una especie de
“protector en última instancia”.
Esta “sobreimplicación” directa de Washington en
la región (particularmente después de la Guerra del Golfo en 1991) ha mostrado
los “límites de la potencia norteamericana”, que no ha podido ganar realmente
ninguno de los conflictos en los cuales se ha implicado fuertemente (Irak,
Afganistán). Conflictos que han tenido, para las arcas de Washington, un coste
astronómico con consecuencias desastrosas incluso para el sistema financiero
internacional.
Actualmente, Washington tiene claro que Estados
Unidos no puede realizar simultáneamente dos grandes guerras de alcance
mundial. Por lo tanto, la alternativa es la siguiente: o Estados Unidos
continúa implicándose en el “pantanal” de Oriente Próximo en conflictos típicos
del siglo XIX; o se concentra en la urgente contención de China, cuyo
fulgurante impulso podría anunciar a medio plazo la decadencia de Estados
Unidos.
La decisión de Barack Obama es obvia: debe hacer
frente al segundo reto, pues éste será decisivo para el futuro de Estados
Unidos en el siglo XXI. En consecuencia, este país debe retirarse
progresivamente –pero imperativamente– de Oriente Próximo.
Aquí se plantea una pregunta: ¿por qué Estados
Unidos se ha implicado tanto en Oriente Próximo, hasta el punto de descuidar al
resto del mundo, desde el fin de la Guerra Fría? Para esta pregunta, la
repuesta puede limitarse a una palabra: petróleo.
Desde que Estados Unidos dejó de ser
autosuficiente en lo que al petróleo se refiere, a finales de los años 1940, el
control de las principales zonas de producción de hidrocarburos se convirtió en
una “obsesión estratégica” norteamericana. Lo cual explica parcialmente la
“diplomacia de los golpes de Estado” de Washington, especialmente en Oriente
Medio y en América Latina.
En Oriente Próximo, en los años 1950, a medida
que el viejo Imperio Británico se retiraba y quedaba reducido a su archipiélago
inicial, el Imperio estadounidense lo reemplazaba mientras colocaba a la cabeza
de los países de esas regiones a sus “hombres”, sobre todo en Arabia Saudí y en
Irán, principales productores de petróleo del mundo, junto con Venezuela, ya
bajo control estadounidense en la época.
Hasta hace poco, la dependencia de Washington
respecto al petróleo y al gas de Oriente Próximo le impidió considerar la
posibilidad de retirarse de la región. ¿Qué ha cambiado entonces para que
Estados Unidos piense ahora en retirarse de Oriente Próximo? El petróleo y el
gas de esquisto, cuya producción por el método llamado “fracking” aumentó
significativamente a comienzos de los años 2000. Eso modificó todos los
parámetros. La explotación de ese tipo de hidrocarburos (cuyo coste es más
elevado que el del petróleo “tradicional”) fue favorecida por el importante
aumento del precio de los hidrocarburos que, en promedio, superaron los 100
dólares por barril entre 2010 y 2013.
Actualmente, Estados Unidos ha recuperado la
autosuficiencia energética e incluso está convirtiéndose otra vez en un
importante exportador de hidrocarburos. Por lo tanto, ya puede por fin
considerar la posibilidad de retirarse de Oriente Próximo, con la condición de
cauterizar rápidamente varias heridas que, en algunos casos, datan de más de un
siglo.
Por esa razón, Obama retiró casi la totalidad de
las tropas norteamericanas de Irak y de Afganistán. Estados Unidos participó
muy discretamente en los bombardeos de Libia y se negó a intervenir contra las
autoridades de Damasco, en Siria. Por otra parte, Washington busca a marchas
forzadas un acuerdo con Teherán sobre el tema nuclear y presiona a Israel para
que su gobierno progrese urgentemente hacia un acuerdo con los palestinos. En
todos estos temas se percibe el deseo de Washington de cerrar los frentes en
Oriente Próximo para pasar a otra cuestión (China) y olvidar así las pesadillas
de Oriente Próximo.
Todo esto se desarrollaba perfectamente mientras
los precios del petróleo seguían altos, cerca de 100 dólares el barril. El
precio de explotación del barril de petróleo de esquisto es de aproximadamente
60 dólares, lo que deja a los productores un margen considerable (entre 30 y 40
dólares el barril).
Aquí es donde Arabia Saudí ha decidido
intervenir. Riad se opone a que Estados Unidos se retire de Oriente Próximo.
Sobre todo si Washington establece antes un acuerdo sobre el tema nuclear con
Teherán, lo que los saudíes consideran demasiado favorable a Irán. Además,
según la monarquía wahabita, expondría a los saudíes, y a los suníes en
general, a convertirse en víctimas de lo que llaman “el expansionismo chií”.
Hay que tener presente que los principales yacimientos de hidrocarburos saudíes
se encuentran en zonas de población chií.
Considerando que dispone de las segundas reservas
mundiales de petróleo, Arabia Saudí decidió usar el petróleo para sabotear la
estrategia norteamericana. Oponiéndose a las consignas de la Organización de
Países Exportadores de Petróleo (OPEP), Riad decidió, contra toda lógica
comercial aparente, aumentar considerablemente su producción y hacer de ese
modo bajar los precios del petróleo, inundando el mercado de petróleo barato.
La estrategia dio rápidamente resultados. En poco tiempo, los precios del
petróleo bajaron un 50%. El precio del barril descendió a 40 dólares (antes de
subir ligeramente hasta aproximadamente 55-60 dólares actualmente).
Esta política asestó un duro golpe al “fracking”.
La mayoría de los grandes productores estadounidenses de gas de esquisto están
actualmente en crisis, endeudados y corren el riesgo de quebrar (lo que implica
una amenaza para el sistema bancario norteamericano que, generosamente, había
ofrecido abundantes créditos a los neopetroleros). A 40 dólares el barril, el
esquisto ya no resulta rentable. Ni las excavaciones profundas “off shore”.
Numerosas compañías petroleras importantes ya han anunciado que cesan sus
explotaciones en alta mar porque no son rentables, provocando la pérdida de
decenas de miles de empleos.
Una vez más, el petróleo es menos abundante. Y
los precios suben ligeramente. Pero las reservas de Arabia Saudí son
suficientemente importantes para que Riad regule el flujo y ajuste su
producción de manera que permita un ligero aumento del precio (hasta 60 dólares
aproximadamente) pero sin que se lleguen a superar los límites que permitirían
reanudar la producción mediante el “fracking” y en los yacimientos marítimos a
gran profundidad. De este modo, Riad se ha convertido en el árbitro absoluto en
materia de precio del petróleo (parámetro decisivo para las economías de
decenas de países entre los cuales figuran Argelia, Venezuela, Nigeria, México,
Indonesia, etc.).
Estas nuevas circunstancias obligan a Barack
Obama a reconsiderar sus planes. La crisis del “fracking” podría representar el
fin de la autosuficiencia de energía fósil en Estados Unidos. Y, por lo tanto,
la vuelta a la dependencia de Oriente Próximo (y también de Venezuela, por
ejemplo). Por ahora, Riad parece haber ganado su apuesta. ¿Hasta cuándo?
Publicado el 6/01/15 • LE MONDE DIPLOMATIQUE
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