Por Roberto
M. Yepe
El fallecimiento de Fidel Castro es un
colofón dramático de uno de los rasgos más notables de la política mundial
durante los últimos años: la escasez de líderes capaces de motivar y movilizar
a millones de personas, extrayendo de ellas actitudes solidarias para lograr
hazañas colectivas. Fue precisamente eso lo que logró Fidel con la campaña masiva
que eliminó el analfabetismo en Cuba, con la fulminante victoria en Playa Girón
y con la solitaria resistencia del proceso revolucionario cubano durante la
década de los noventa del pasado siglo, cuando los socialismos oficiales del
este europeo se desmoronaron, por solo mencionar tres ejemplos.
Se trata de una crisis de liderazgo de
alcance mundial. En ese contexto, hasta fecha reciente, América Latina fue una
región excepcionalmente privilegiada. Junto a la resistencia de Cuba, la
sucesiva ascensión al gobierno de los movimientos políticos encabezados por
Hugo Chávez, Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner, Tabaré Vázquez, Evo
Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega permitió lograr innegables avances
económicos, sociales y políticos en los países beneficiados por esta onda
antineoliberal, alcanzando así la democracia y los derechos humanos niveles sin
precedentes históricos en esta zona geográfica, que en estos momentos corren el
riesgo de ser revertidos.
La falta de líderes políticos
inspiradores es particularmente aguda en los Estados Unidos y Europa
occidental. Dejando de lado cualquier preferencia política o ideológica, cabría
preguntarse dónde están los Franklin D. Roosevelt, los Winston Churchill y los
Charles de Gaulle contemporáneos que permitan apreciar la abismal diferencia
existente entre los verdaderos estadistas y los meros administradores
tecnócratas, fríos e insípidos, que proliferan lo largo y ancho del planeta.
El caso de los Estados Unidos merece
una consideración especial. Tal vez Barack Obama sea el mejor presidente que el
sistema político norteamericano es capaz de producir en la actualidad. Su
decisión de cambiar la política hacia Cuba requirió de mucho coraje político y,
posiblemente, representó el punto más alto de su presidencia. De manera
general, sin embargo, su gestión gubernamental no satisfizo las enormes
esperanzas de gran parte de los motivados votantes que lo condujeron a la
presidencia. Como decía Fidel -según ha contado Cristina Fernández de Kirchner
en un excelente artículo-, el gobierno de los Estados Unidos es un sistema, no
un presidente.
Ahora, con Donald Trump, somos
testigos estupefactos del ascenso a la presidencia de la principal potencia
mundial de un personaje absolutamente impresentable, cargado de todos los
atributos que no debería tener ningún verdadero líder político. De hecho, tal
parece la encarnación perfecta del antilíder.
Con la absoluta bajeza moral que lo
caracteriza y de una manera despreciable, Trump ha arremetido contra la figura
de Fidel en ocasión de su fallecimiento. La coincidencia temporal del deceso de
Fidel con el proceso de asunción presidencial de Trump es como una jugarreta
del destino indicativa de cuán bajo puede caer la calidad de los líderes
políticos en tiempos de exaltación del materialismo consumista y la frivolidad.
Sin embargo, incluso en una coyuntura
tan oscura, puede haber espacio para el optimismo. Es muy probable que, más
temprano que tarde, si Trump intentara implementar en la práctica varias de sus
promesas electorales, estará cavando su propia tumba política. Muy rápidamente
constatará que las duras realidades de la conducción gubernamental serán
impermeables a su temperamento de multimillonario caprichoso, y siempre llevará
la pesada carga de ilegitimidad derivada del hecho de haber llegado a la
presidencia sin el respaldo del voto popular. Por otra parte, debe tenerse en
cuenta que los Estados Unidos son una sociedad compleja, diversa y en evolución,
con potencial para generar resistencias y contrapesos frente a fuerzas
extremistas de manera relativamente rápida. La movilización de la derecha más
cavernaria que ha hecho posible la victoria de Trump coexiste con un indudable
ascenso de movimientos progresistas, sobre todo entre los jóvenes, que
impulsaron de manera entusiasta la candidatura de Bernie Sanders, un veterano
político autodefinido como socialista, y que no se sintieron representados con
Hillary Clinton.
Así, terminada la temporada de
retórica chocante y de fuegos artificiales, Donald Trump tendrá cuatro años
para demostrar a qué vino. Mientras tanto, y por siempre, Fidel Castro será
extrañado, incluso por sus más acérrimos enemigos, aunque no quieran
confesarlo.
- Roberto M. Yepe es politólogo y
jurista. Autor del blog Alertas
estratégicas.
Excelente análisis, no podía ser de otra manera proveniendo de Yepe.
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