Por Jesús Arboleya Cervera
Tomado de Progreso Semanal
Alrededor de la Cumbre de las Américas
en Panamá se destapó, una vez más, el debate sobre la llamada “sociedad civil
cubana” y la legitimidad de sus representantes.
Desde la teoría es una discusión
complicada, porque el concepto de sociedad civil ha sido interpretado de
maneras muy diversas, a veces contradictorias, y manipulado extensamente a lo
largo de la historia. Si fuéramos a simplificarlo, diríamos que, más allá de las
complejas aproximaciones filosóficas que tratan de explicarlo, es un concepto
que intenta abordar la relación de las personas con el poder político y en ello
radica su esencia.
En la actualidad, se aprecian dos
perspectivas diferentes a la hora de tratar el término: aquella que concibe a
la sociedad dividida en estancos, dígase la sociedad política (el Estado), la
sociedad económica (el mercado) y la sociedad civil (los individuos organizados
en la familia, la religión y otros muchos intereses personales) y otra, que
mira a la sociedad como un todo orgánico, donde estos elementos se combinan
para establecer un modo de organización social específico, según la época y el
lugar concreto en que se analiza.
Para Aristóteles era el espacio donde
se realizaba la condición de “ciudadano” en las polis, por lo que los conceptos
de sociedad civil y sociedad política se equiparaban. Los primeros pensadores
liberales (capitalistas), sin embargo, establecieron una distinción entre
ambas, ya que era la manera de reconocer la existencia de una sociedad burguesa
organizada frente al poder absoluto del Estado feudal. No obstante, esta
interpretación cambió cuando se consolidaron los estados burgueses entre los
siglos XVII y XVIII y la sociedad civil devino el espacio de legitimidad de sus
contrarios (los obreros y otras clases explotadas).
Marx defiende una relación dialéctica
entre ambas categorías y ubica a la sociedad civil también en el ámbito de la
economía, para resaltar las contradicciones presentes en toda “formación económico
social” caracterizada por la lucha de clases, donde el Estado era un “producto”
de este balance y es concebido no solo como el “administrador de los bienes
sociales” (el gobierno), sino como el depositario del poder político de la
clase dominante.
Tal conceptualización marxista fue
deformada por una interpretación determinista del llamado “marxismo vulgar”,
que simplificaba las complejidades del proceso, al afirmar que, como “la base
económica determinaba la superestructura política”, bastaba transformar el
régimen de propiedad para cambiar automáticamente el sistema.
De resultas, por razones distintas,
tanto los marxistas vulgares como los liberales prácticamente desecharon el
concepto de sociedad civil, a pesar de que Antonio Gramsci, en los años 20 del
pasado siglo, desarrolló la teoría marxista de la sociedad civil desde un punto
de vista metódico, para ubicarlo dentro de lo que llamó el “bloque histórico” y
resaltar el papel de la cultura, la ética y la ideología en las luchas
hegemónicas y contrahegemónicas, que han caracterizado la vida política
contemporánea.
Paradójicamente, la teoría gramsciana
sobre el papel de la sociedad civil en los procesos políticos fue manipulada
por los neoliberales a finales del siglo pasado, tanto para explicar el descalabro
del campo socialista en Europa del Este –convirtiendo a Gramsci en
antisocialista–, como para debilitar la función social de los estados
nacionales y concebir a los individuos como “entes autónomos”, cuya libertad se
concretaba en el mercado.
Por su parte, los movimientos sociales
progresistas, desencantados del marxismo vulgar, reivindicaron la existencia de
una sociedad civil organizada, frente al desmantelamiento de las instituciones
populares tradicionales que trajo consigo la ofensiva neoliberal y encaminaron
sus luchas políticas a partir de esta lógica, hasta transformar en varios casos
la propia naturaleza de los gobiernos de sus países, especialmente en América
Latina.
La asimilación del concepto de
“sociedad civil”, de una u otra manera, no resulta, por tanto, una opción
ingenua, sino que define ideologías y objetivos políticos diametralmente
opuestos, con un impacto práctico en el quehacer político concreto.
Estados Unidos, a tono con el proyecto
ideológico neoliberal, ha intentado equiparar el concepto de social civil con
el american way of life y otorgarle “valores universales” vinculados a la
“democracia”, para justificar así su intervención en los asuntos internos de
otros países, ya sea por inspiración divina o bajo la excusa de la consecución
de un “bien común”. De esto, en definitiva, es de lo que se trata cuando
hablamos de la “legitimidad” de la sociedad civil cubana.
A partir de 1959 la sociedad cubana se
organizó en función de la defensa de la Revolución frente a las agresiones de
Estados Unidos. Tal estructuración de las masas populares fue un aporte cubano
al movimiento revolucionario internacional y un factor indispensable para
explicar su capacidad de resistencia a lo largo de medio siglo.
Si aceptamos que la sociedad civil explica
la relación de los individuos con el poder político, es difícil negar que las
milicias nacionales revolucionarias, el ejército de alfabetizadores de 1961 o
la organización de los Comités de Defensa de la Revolución, no han sido formas
de organización de la sociedad civil cubana, para señalar solo algunos
ejemplos.
Está claro que se estructuró en
simbiosis con el Estado revolucionario, concebido no como un poder autónomo del
resto de la sociedad, sino como el depositario del poder popular. Coincido con Jorge
Gómez Barata, cuando afirma que no tiene sentido entonces presentar a estas
organizaciones como “independientes” del Estado cubano, con tal de
“legitimarlas”, según los patrones occidentales (dígase norteamericano) del
concepto de sociedad civil.
La legitimidad le viene dada por
representar a la mayoría de la sociedad cubana, en las condiciones específicas
en que ha tenido que desenvolverse el proceso revolucionario, lo que no quiere
decir que esta organización de la sociedad civil cubana no requiera de
transformaciones importantes para superar deformaciones conceptuales y
burocráticas, adecuarse a las nuevas realidades que vive el país, así como a
las exigencias que impone la construcción de nuevos consensos, como resultado
de sus propias transformaciones.
De hecho, tales cuestiones forman
parte de un debate nacional muy extendido en la sociedad cubana, que incluye a
las organizaciones revolucionarias, incluso hacia lo interno del propio Partido
Comunista. Se trata de un proceso que en ocasiones ha abarcado a toda la
población, mediante consultas populares que no excluyen a nadie, aunque es
cierto que requiere de formas más efectivas de participación, así como una
mejor difusión por los órganos de prensa estatales.
No obstante, este debate encuentra un espacio
cada vez más importante en los medios alternativos de información y avanza en
relación directa con la ampliación del acceso a estas tecnologías, un proceso
que el propio gobierno ha situado entre sus prioridades. Si alguien se ha
beneficiado con esta apertura han sido los llamados “grupos disidentes”, los
cuales, gracias al apoyo norteamericano, han alcanzado una repercusión
internacional que no se corresponde con su influencia real en el país y
aparecen ante el mundo como los “representantes”, digamos los únicos, de la
sociedad civil cubana.
Igual que, por definición, defiendo
que las organizaciones revolucionarias forman parte de la sociedad civil
cubana, no puedo decir que los opositores no lo son. No obstante, vale la pena
resaltar dos condiciones que las diferencian:
En primer lugar, en Miami no tiene
expresión la sociedad civil cubana, allí estamos hablando de la sociedad civil
norteamericana.
En segundo lugar, no se trata de
“organizaciones independientes del Estado”, como afirma la propaganda de los
monopolios mediáticos, podrán serlo del Estado cubano, pero no del Estado
norteamericano, que públicamente –para no recordar que también en secreto– los
dirige y financia desde hace medio siglo.
Estados Unidos plantea que su objetivo
es “empoderar” a esta, y no otra, “sociedad civil cubana” para enfrentarla al
Estado, lo que, más allá de artilugios lingüísticos, se resume en fortalecer a
la oposición política interna. El asunto, por tanto, no es de “legitimidad”
conceptual ni de “democracia”, sino de la defensa de la soberanía nacional.
No existe ninguna contradicción en que los presidentes Raúl Castro y Barack Obama puedan reunirse y negociar asuntos de mutuo interés, en un ambiente de respeto e igualdad, como corresponde a estados soberanos, y que, al mismo tiempo, se descalifique la participación de estos grupos en el diálogo nacional cubano, toda vez que precisamente constituyen un ejemplo de la injerencia que se quiere evitar.
No existe ninguna contradicción en que los presidentes Raúl Castro y Barack Obama puedan reunirse y negociar asuntos de mutuo interés, en un ambiente de respeto e igualdad, como corresponde a estados soberanos, y que, al mismo tiempo, se descalifique la participación de estos grupos en el diálogo nacional cubano, toda vez que precisamente constituyen un ejemplo de la injerencia que se quiere evitar.