La verdad es
que somos materialmente pobres. No tenemos grandes yacimientos, excepto de
níquel, cuyo valor ha bajado en el mercado mundial en los últimos años. También
parece que tenemos algo de petróleo, lo que se está explorando todavía. Estamos
rodeados de agua salada pero tenemos poca dulce: no tenemos ríos caudalosos de
los que pudiera extraerse fuerza para turbinas generadoras de electricidad.
Nuestro más
valioso yacimiento es el humano, porque gran parte del pueblo está instruido,
gracias a una política correcta que se instauró desde hace medio siglo. Eso y
la tierra, aunque es difícil que un pueblo educado decida dedicarse a la
agricultura. Los estudios relacionados con el campo trataron de estimularse,
pero la mayoría quería ser médico, ingeniero, arquitecto, o sencillamente vivir
en las ciudades. Uno de los dramas anteriores a la Revolución era que las
tierras pertenecían a grandes latifundios, generalmente de empresas foráneas;
los que la trabajaban no eran propietarios sino peones. La Revolución hizo dos
reformas agrarias y repartió tierras a quienes las querían trabajar, pero por
una política agraria sin luz larga los hijos de los propietarios de tierras se fueron de los campos, y
hoy resulta que hay que importar la mayoría de los alimentos que consumimos, a
pesar de que podríamos producirlos.
No
me ofende que alguien nos diga pobres, porque somos dignos. Fuimos capaces de
lanzarnos a una concepción elevada del ser humano. Quizá pecamos de idealistas,
pero teníamos dos mundos que comparar: el injusto que habíamos vivido y el
solidario que soñábamos construir. Los desganos actuales no son por falta de
memoria: es que los que comienzan a decidir no tienen edad de recordar lo que
fuimos. Y ¿qué convence a las nuevas generaciones de que respondan por las
vidas de sus abuelos, más que por la propia? El mundo parece funcionar por
reglas ancestrales, por lo básico que se suele entender: si trabajas, tienes;
si tienes, te das el gusto de hacer lo que desees.
La
actualidad parece estar violentando nuestro espíritu al volvernos realistas, lo
que en cierto sentido podría parecer que nos empobrece, porque nos hace sacar
más cuentas, no sólo de lo que tenemos y aspiramos sino de lo que estamos
dispuestos a dar. Muy al principio de la Revolución, Fidel dijo una vez: “Nos
casaron con la mentira y nos obligaron a vivir con ella. Por eso nos parece que
se hunde el mundo cuando escuchamos la verdad. Como si no valiera la pena que
el mundo se hundiera, antes que vivir en la mentira.” (*) Aunque parezca contradictorio,
lo cierto es que la forma de ser que teníamos, la más elevada, la más
altruista, además de bien, también nos hizo daño: creó demasiada seguridad.
Fabricamos un mundo en el que, incluso sin trabajar, algunos podían sobrevivir.
Y lo cierto es que somos un país sin mejores recursos que nosotros mismos, los
que lo habitamos.
Si
pensamos que es justo que todos tengamos derechos, no debemos olvidar que
también es muy justo que todos aportemos. Porque no se trata de que por haber
nacido nos toquen todas las bondades, y nos las den, y después nos las sigan
dando, como si la vida fuera un interminable biberón; se trata de que, porque
nacimos y somos ayudados a sobrevivir, tengamos la oportunidad de ganarnos el
bien que seamos capaces de realizar. Ese principio, el derecho a lo
honradamente trabajado, debiera ser nuestra mayor riqueza.
(*) citado de memoria.
Tomado del
blog Segunda Cita