En
fecha reciente tuvieron lugar las elecciones presidenciales en Estados Unidos,
y hace apenas unos días se produjo la ulterior toma de posesión de Barack
Obama, iniciándose el pasado 20 de enero su segundo mandato. Si la victoria
electoral del candidato demócrata en los comicios del 2008 había constituido un
acontecimiento de gran trascendencia en la historia política norteamericana,
con resonancia mundial, su reelección no lo sería menos.
En
medio de una enmarañada situación interna, junto a un no menos complejo
entramado internacional, Estados Unidos se enfrenta, más allá del 2012, a
tendencias y contradicciones sin definiciones claras y precisas en cuanto al
modo de encarar sus retos y de aprovechar sus oportunidades.
Por
un lado, a nivel doméstico, la nación ha permanecido marcada por dificultades
económicas, promesas incumplidas, insatisfacciones populares, polarizaciones
políticas, rivalidades ideológicas. Por otro, en el ámbito externo, el país ha
seguido inmerso en confrontaciones bélicas, dentro de un escenario
internacional de crisis económica, conmociones sociales e inestabilidad
política. En su articulación, tales procesos y conflictos caracterizan el rumbo
actual de la sociedad y la política norteamericana, gravitando también sobre su
devenir en el corto y mediano plazos. Entre luces y sombras, se proyecta así la
silueta de la segunda Administración Obama, hacia una nueva etapa. Y aunque su
figura le impondrá un sello subjetivo propio al quehacer norteamericano en ese
derrotero, los elementos objetivos aludidos resultarán determinantes a la hora
de fijar posibilidades límites de la hegemonía futura de Estados Unidos.
Tras
ganar su reelección, Obama expresó con tono esperanzador que lo "mejor
está aún por venir", tendiendo la mano a su derrotado adversario. Al
prestar juramento hace pocos días, el 21 de enero del 2013, afirmó que
"una década de guerra está terminando y "una recuperación económica
ha comenzado". Como revela la historia norteamericana, una cosa es el
discurso presidencial y otra el decurso de los hechos. A la vez, cuando se mira
el pasado político de Estados Unidos, queda claro que con frecuencia la
realidad no coincide con la presentación mítica que se hace de la misma. En
interesantes y oportunos artículos de Ramón Sánchez-Parodi y de Dalia González
Delgado, Granma ha mantenido a sus lectores al tanto de ese proceso, de
los caminos y laberintos analíticos para identificar, tras los datos, las
tendencias y contradicciones.
La
segunda Administración Obama se conforma a partir del legado de
transformaciones sucesivas operadas en la estructura de la sociedad y de la
economía en Estados Unidos, que han propiciado mutaciones tecnológicas,
socioclasistas, demográficas, con expresiones también sensibles para las
infraestructuras industriales y urbanas, los programas y servicios sociales
gubernamentales, la cultura y el papel de la nación en el mundo. Se trata de
cambios profundos que durante los últimos treinta años han modificado la
fisonomía integral norteamericana, propiciando conductas de abstencionismo e
indiferencia. Ello ha erosionado las bases ideológicas del consenso y alejado
el centro de gravedad del espectro político del liberalismo tradicional,
condicionando el agotamiento del proyecto nacional que se estableció en los
años 80, bajo la denominada revolución conservadora y que tomó un aliento
renovado o "un segundo aire" como secuela de los atentados terroristas
del 11 de septiembre del 2001.
El
proceso derivado tanto de las citadas transformaciones iniciadas en la década
de 1980 con el doble periodo de gobierno de Ronald Reagan como del agotamiento
implicado durante las dos administraciones de George W. Bush luego del 2000, no
ha conllevado, aún, una versión sustitutiva del proyecto nacional; de modo que
ante tales indefiniciones, Estados Unidos enfrenta un escenario de transiciones
objetivas que mantienen tensiones y enfrentamientos e impiden la rearticulación
subjetiva del consenso y el restablecimiento de la legitimidad cuestionada. Las
elecciones del 2012 expresaron esa contradicción, dada la incapacidad de los
partidos y de sus propuestas para presentar opciones genuinas ante un escenario
que las necesitaba y reclamaba.
El
horizonte norteamericano que se distingue desde los inicios del 2013 está
signado tanto por profundas contradicciones clasistas, derivadas de la aguda
polarización socioeconómica como por conflictos políticos asociados al acceso a
las cuotas de poder al interior de la clase dominante, que se expresan en las
posturas partidistas, pero que al mismo tiempo, las trascienden. A largo plazo,
el impacto estructural acumulado de los cambios aludidos, junto a los procesos
recientes en curso, terminarán por imponer una nueva fachada productiva y
tecnológica y hacer inevitables reajustes en la estructura de la sociedad
norteamericana, con repercusiones para las relaciones sociales, la cultura y la
vida política. El tema de las energías renovables es uno de los mayores retos,
con consecuencias sociales, que marcarán el futuro de Estados Unidos. Se
vaticina, asimismo, una posible y no muy lejana recesión económica.
La
política norteamericana seguirá marcada, en el corto y mediano plazos, por la
incertidumbre, la agudización de las contradicciones entre los dos partidos y
cierta ingobernabilidad del sistema, todo lo cual parece apuntar hacia la
definición de una eventual crisis de confianza o de credibilidad en las
instituciones y figuras que protagonizan la vida política de la nación. Es
difícil predecir, a la luz del presente, si Obama logrará recuperar, durante su
segundo mandato, el apoyo popular que obtuvo en los mejores momentos de su
anterior administración. Ello dependerá de una combinación de factores, no tanto
asociados a un probable desempeño económico superior al alcanzado antes, sino a
la posibilidad de que el debate interno en torno a sus políticas a favor de la
economía y la recuperación del empleo ganen el apoyo de las mayorías y no sean
mediatizadas por debates en el Congreso, volviéndolas inefectivas.
La
pérdida de la capacidad hegemónica de ese país seguirá reflejándose en nuevas
limitaciones y espacios para su desenvolvimiento en el sistema de relaciones
internacionales, en unos casos debilitando, en otros, fortaleciendo, su nexo
con los aliados, al mismo tiempo que condicionando su confrontación con los
adversarios, en un mundo crecientemente diverso, competitivo y con capacidad de
reacción. Ello tendrá las consiguientes implicaciones para el imaginario de la
sociedad estadounidense, en la cual continuarán acumulándose desilusiones y
frustraciones, ante la constatación de que la nación se debilita objetivamente,
junto a sus valores y mitos.
Los
cambios demográficos que llevarán, en las próximas dos o tres décadas, a que la
población anglosajona pierda su posición mayoritaria en la pirámide poblacional
y se abra un mayor espacio a las llamadas minorías, en consonancia con la
profundización de las tendencias que vienen manifestándose hace años, especialmente
en cuanto a la presencia y proporción creciente de los "latinos",
afroamericanos y asiáticos en la sociedad estadounidense.
La
escena que se está configurando en Estados Unidos luego de los comicios
presidenciales del 2012 confirma que en ese país las elecciones no están
concebidas ni diseñadas para cambiar el sistema, sino para mantenerlo y
reproducirlo, dando continuidad a un contradictorio camino, plagado de
tensiones económicas, políticas y sociales, en el que ni demócratas ni
republicanos, ni liberales ni conservadores, estarán en condiciones de ofrecer
opciones viables que consigan solucionar las crisis. El inicio de la segunda
Administración Obama, sin mucha alegría, con poca esperanza y expectativas
menores que las que afloraron en el 2009, posiblemente simbolice la primera
señal de una nueva etapa en la crisis de hegemonía norteamericana.
*Profesor y Director del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU), de la Universidad de La Habana.