martes, 20 de septiembre de 2016

La emigración en el siglo XXI



Por Rafael Poch
La Vanguardia.com

Guerra, desigualdad y calentamiento global empujan los actuales flujos hacia una multiplicación

La emigración acompaña a la humanidad desde que ésta existe. La mayor ola de emigración histórica fue la de los europeos hacia los “nuevos mundos” de finales del siglo XIX. A finales del XX, los flujos migratorios se aceleraron alimentados por una creciente desigualdad territorial y social, crisis y conflictos, así como por la circulación de la información que estimula la comparación y las ganas de irse. A principios del siglo XXI las emigraciones se mundializaron. En el lugar de aquellos nuevos mundos que actuaron en el pasado como válvula de escape, hoy aparece un mundo integrado y unificado en sus dramas y sus retos, lo que plantea con mayor crudeza que nunca las cuestiones de convivencia, justicia y sostenibilidad.

El gran “triple ingreso” en la economía mundial (de la URSS y el bloque del Este, de China y de India –en total 1470 millones más de trabajadores) duplicó en los años noventa el número global de trabajadores y alteró la correlación de fuerzas mundial entre capital y trabajo en beneficio del primero. Aumentó la desigualdad: más del 75% de la población mundial vive hoy en sociedades donde las diferencias en la distribución de la renta son mayores que hace dos décadas. A una quinta parte de la población del planeta le corresponde sólo el 2% del ingreso global, mientras el 20% más rico concentra el 74% de los ingresos. Más de 1200 millones de personas viven en la extrema pobreza.

Crisis políticas, guerras, persecuciones y violencias políticas, alimentan importantes movimientos migratorios. Las poblaciones que en ese contexto se quedan en el interior de sus países se convierten en “desplazados”. Las que atraviesan la frontera pueden pedir asilo en otro país. Una pequeña parte obtiene el estatuto oficial de “refugiado” definido por la Convención de Ginebra de 1951, que coloca a los concernidos bajo la protección del Alto Comisariado de la ONU para los Refugiados. Este es el gran contexto del fenómeno migratorio que está yendo a más y que las consecuencias del calentamiento global multiplicarán.

En el mundo de hoy hay 230 millones de emigrantes internacionales, alrededor de un 3% de la población global, frente a los 174 millones estimados en el año 2000. La última crisis económica ha hecho disminuir un 10% el flujo migratorio hacia los países del G-20, la mayoría de los cuales presentan una población envejecida y ejércitos laborales en declive.

En las economías avanzadas una quinta parte de la población tiene 60 años o más y se espera que a mediados de siglo ese grupo supere el 30%. Frente a eso, la emigración de los países en desarrollo, con solo un 10% de la población por encima de los 60 años, mantiene en los países “viejos” el flujo de trabajadores y rellena las carencias y los fondos de la seguridad social. Una encuesta realizada en 2014 por la OIT en 150 países, sugiere que más de una cuarta parte de los jóvenes de la mayoría de las regiones del mundo quiere residir permanentemente en otro país.

Algunos flujos vienen fuertemente determinados por la proximidad geográfica, como en el estrecho de Gibraltar, el canal entre Italia y el norte de África o la frontera entre México y Estados Unidos. Otros vienen marcados por la historia, como los que vinculan a los antiguos colonizados con las antiguas metrópolis coloniales. A finales de siglo, solo el 40% de la emigración mundial era de Sur a Norte. Menos conocidos, los flujos “internos” dentro del Sur, frecuentemente regionales, tienen  una importancia creciente.

La creación de la Unión Europea llevó consigo la libre circulación de los europeos pero contribuyó también a reforzar las fronteras exteriores de su espacio. A partir de la crisis petrolera de 1973 las grandes naciones europeas receptoras de emigrantes (Francia, Reino Unido y Alemania) dejan de expedir permisos de trabajo automáticamente. Desde entonces ya no es posible instalarse sin haber obtenido previamente un contrato de trabajo. Los aspirantes a la emigración deben dirigir sus trámites hacia las dos únicas puertas de acceso que quedan: el reagrupamiento familiar o el asilo político. Quienes no tienen acceso a esos canales utilizan las redes clandestinas. Ese endurecimiento que data de 1973, unido al refuerzo de la frontera exterior de la UE, incrementa el recurso al paso clandestino.

Nada nuevo

El examen histórico  de la reacción que la emigración provoca en los países receptores, sugiere que, más allá de la mundialización y diversificación del fenómeno, no hay nada nuevo en la actual xenofobia europea. En cada época la opinión publica  reinventa la figura del extranjero inasimilable. A finales del XIX, arraigó el miedo ancestral al que viene de fuera. El discurso de la prensa y de las élites, alimenta la estigmatización del extranjero como lo opuesto a lo “nacional”. Los estereotipos que se pusieron entonces en marcha marcarán durante muchos años la imagen de los emigrantes; demasiado numerosos, portadores de enfermedades, consumidores del pan de los locales, potenciales delincuentes y políticamente amenazantes. Este rechazo se nutrió también con el antisemitismo y con el racismo en el caso de los emigrantes coloniales. Con cada ola de emigración, las mismas quejas. Con cada crisis, las mismas tensiones exacerbadas. La causa de la solidaridad, del humanismo internacionalista y de la aceptación de la diversidad ha tenido que ser afirmada por cada generación.

El coto al extranjero ha conocido muchos altibajos, alternando radicalizaciones en tiempos de crisis y aperturismo cuando se necesitaba mano de obra. La Primera Guerra Mundial marcó un hito con la creación del  documento nacional de identidad y el inicio del reclutamiento general organizado en las naciones más adelantadas. En Francia se crearon entonces los primeros organismos para organizar una llegada masiva de trabajadores extranjeros para alimentar la caldera bélica industrial que la movilización había vaciado. La crisis de los años treinta impulsó la xenofobia y el antisemitismo en un contexto de desempleo. Durante la Segunda Guerra Mundial esos rasgos adquirieron dimensiones criminales, con la Alemania nazi en la vanguardia. Para hacer frente al colapso demográfico, en la posguerra se liberalizaron las políticas migratorias. En los treinta gloriosos los Estados se sometieron a las necesidades de la iniciativa privada. Actualmente esa tendencia es aplastante y determina la política de los gobiernos.

La situación en Europa

La actual crisis migratoria que vive Europa reúne mucho de todo lo apuntado pero viene complicada por dos aspectos. El primero es su relación directa con el estado de guerra declarado en Oriente Medio, desde Afganistán hasta el norte de África, con su epicentro en Siria e Iraq. Una “guerra civil generalizada, en parte creada y constantemente agravada por intervenciones exteriores, de una crueldad y capacidad de destrucción sin análogos desde la Segunda Guerra Mundial”, en palabras del filósofo francés Étienne Balibar. Recordemos que en Afganistán 15 años de guerra han creado 220.000 muertos, que en Iraq 12 años de guerra produjeron un millón de muertos y la división del país en tres trozos, que en Libia se contabilizan 40.000 muertos tras cinco años de caos y la división del país en tres trozos, y que en Siria cinco años de guerra han generado 300.000 muertos y la fragmentación del país. En todos esos países la intervención occidental ha empeorado claramente la situación existente antes.

El segundo aspecto es el propio proceso desintegrador que vive la Unión Europea, desde que la crisis financiera de 2008 evidenciara sus defectos de construcción y las manifiestas contradicciones de su funcionamiento con la soberanía nacional y la democracia.

El flujo migratorio hacia la Unión Europea no es muy grande para un conjunto de 28 (27) estados y 500 millones de habitantes. Alemania (82 millones), que se dice presta a recibir 800.000 refugiados, pierde cada año alrededor de medio millón de extranjeros que se van del país: -5,4 millones en los últimos diez años, según la estadística federal. En Francia (66 millones), si se representa el país como un estadio ocupado por 10.000 personas, las emigraciones de los últimos años han hecho entrar 30 personas por año, de las que; 10 son estudiantes, 13 cónyuges o niños, menos de 3 emigrantes con estatuto de asilo y menos de 3 emigrantes laborales, sin contar los que regresaron a su país o fallecieron en el año, según la ilustrativa descripción del demógrafo François Héran. Pese a que en cifras absolutas el fenómeno represente una proporción muy pequeña de la población de la UE, el actual desconcierto europeo lo convierte en crisis. El motivo es que desde que Alemania abriera la caja de Pandora del egoísmo nacional, primero con su estrategia nacional exportadora basada en salarios bajos, que exportó desempleo y restó competitividad a sus socios, y luego con una política de austeridad a su medida en la que se sugirió –con Grecia- la posibilidad de expulsar y extorsionar a un socio del euro, la solidaridad y el consenso no encuentran lugar en la UE. El resultado es un cúmulo de contradicciones y bandazos; socios europeos que no admiten cuotas de refugiados, países que adoptan medidas de excepción en sus fronteras que ayer criticaban a sus vecinos, Estados que formulan condiciones discriminatorias de acogida basadas en la religión, y planes de inspiración empresarial para aceptar selectivamente como refugiados a colectivos que por sus características de edad y formación resultan interesantes para mantener estrategias de salarios bajos.

La tesis de la falta de mano de obra en Alemania, y la más general en toda Europa de que el envejecimiento de la población crea problemas y cuellos de botella inevitables en los sistemas de pensiones y seguridad social, ignora el papel que aspectos como la tasa de actividad y la productividad tienen en el crecimiento. ¿Cómo entender sino que el mayor tirón económico y el establecimiento del Estado social, se realizaran en Europa –y se esté haciendo ahora en China- en un contexto de drástico envejecimiento de la población y de aumentos en la esperanza media de vida sin análogos históricos?

Los términos del debate en la Unión Europea esconden una política que va a acoger, de una u otra forma, a algunos “refugiados”, una categoría cubierta por el derecho internacional, a cambio de expulsar a muchos más “emigrantes”, incluidos buena parte de los aspirantes al estatuto de refugiado, pese a que las diferencias entre unos y otros no siempre sean claras. Tanto en Francia como en Alemania, el Presidente Hollande y la canciller Merkel han anunciado más expulsiones y medidas preventivas contra el emigrante económico, a cambio de acoger a sus modestos contingentes de refugiados.

Será mucho peor y hay que prepararse

Actualmente estimado en unos 60 millones en todo el mundo,  el colectivo de refugiados está llamado a incrementarse como consecuencia del calentamiento global. Para mediados de siglo, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) prevé caídas de más del 25% en las cosechas de maíz, arroz y trigo. “La naturaleza nos va a hacer pagar la cuenta bien pronto”, advierte el Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker. “El cambio climático ya es una de las causas de un nuevo fenómeno migratorio y los refugiados climáticos van a presentar un nuevo desafío”, dice. Los refugiados climáticos forzados a abandonar sus hogares por las consecuencias del calentamiento global, “no están reconocidos como refugiados por las convenciones internacionales”, recuerda el papa Francisco. Los conceptos del consenso internacional en la materia apenas se están elaborando en grupos como la Iniciativa Nansen creada en 2012. Desde el estado insular de Kiribati, en el Pacífico, hasta la superpoblada costa de Bangladesh, las poblaciones de Eritrea y Somalia o los previsibles afectados, en China e India, del deshielo de los glaciares de Himalaya que alimentan los ríos asiáticos que sustentan la irrigación en la región más poblada del mundo, el panorama del siglo promete una nueva dimensión a la cuestión migratoria. “Pueden pensar que la emigración es hoy un desafío para Europa, pero esperen a ver lo que ocurre cuando no hay agua o comida y una tribu lucha contra la otra por su mera supervivencia”, dijo en septiembre de 2005 el secretario de Estado norteamericano, John Kerry.

La internacionalización de la solidaridad, el antibelicismo, unas relaciones comerciales menos injustas y una economía energéticamente sostenible, son los grandes retos del siglo XXI. Es evidente que, en términos generales, el Norte no puede abrir de par en par las puertas al Sur sin exponerse a grandes convulsiones, pero únicamente las naciones del Norte – o bloques de naciones del Norte como la UE – que practiquen políticas que respondan a esos cuatro rasgos apuntados, estarían moralmente autorizados para cerrar sus puertas a los pobres. Al día de hoy nadie responde a ese criterio, por lo que nadie lo está.


En 1952 la Alemania de posguerra estableció una ley de indemnizaciones a los alemanes perjudicados por la guerra y sus consecuencias; desde los bombardeos, hasta las expulsiones o el éxodo de la Alemania comunista. Inspirada en una ley finlandesa anterior que se aplicó para los expulsados de Karelia, aquella Lastenausgleichsgesetz estableció un impuesto solidario de hasta el 50% del patrimonio y pagadero hasta en treinta años, lo que podía dejarlo en un 1,67% anual. Los retos del siglo exigen ahora medidas de esta envergadura a escala internacional para colocar al nuevo mundo integrado en una perspectiva civilizatoria de viabilidad.

(Fuentes: PNUD, OCDE, UNDESA, Banco Mundial, Museo de la Emigración de París)

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