Por
Rafael Poch
La
Vanguardia.com
Guerra, desigualdad y calentamiento global empujan los
actuales flujos hacia una multiplicación
La emigración acompaña a la humanidad desde que ésta existe. La mayor ola de emigración histórica fue la de los europeos hacia los “nuevos mundos” de finales del siglo XIX. A finales del XX, los flujos migratorios se aceleraron alimentados por una creciente desigualdad territorial y social, crisis y conflictos, así como por la circulación de la información que estimula la comparación y las ganas de irse. A principios del siglo XXI las emigraciones se mundializaron. En el lugar de aquellos nuevos mundos que actuaron en el pasado como válvula de escape, hoy aparece un mundo integrado y unificado en sus dramas y sus retos, lo que plantea con mayor crudeza que nunca las cuestiones de convivencia, justicia y sostenibilidad.
El gran “triple ingreso” en la economía mundial (de la URSS y el bloque del
Este, de China y de India –en total 1470 millones más de trabajadores) duplicó
en los años noventa el número global de trabajadores y alteró la correlación de
fuerzas mundial entre capital y trabajo en beneficio del primero. Aumentó la
desigualdad: más del 75% de la población mundial vive hoy en sociedades donde
las diferencias en la distribución de la renta son mayores que hace dos
décadas. A una quinta parte de la población del planeta le corresponde sólo el
2% del ingreso global, mientras el 20% más rico concentra el 74% de los
ingresos. Más de 1200 millones de personas viven en la extrema pobreza.
Crisis políticas, guerras, persecuciones y violencias
políticas, alimentan importantes movimientos migratorios. Las poblaciones que
en ese contexto se quedan en el interior de sus países se convierten en
“desplazados”. Las que atraviesan la frontera pueden pedir asilo en otro país.
Una pequeña parte obtiene el estatuto oficial de “refugiado” definido por la
Convención de Ginebra de 1951, que coloca a los concernidos bajo la protección
del Alto Comisariado de la ONU para los Refugiados. Este es el gran contexto
del fenómeno migratorio que está yendo a más y que las consecuencias del
calentamiento global multiplicarán.
En el mundo de hoy hay 230 millones de emigrantes
internacionales, alrededor de un 3% de la población global, frente a los 174
millones estimados en el año 2000. La última crisis económica ha hecho
disminuir un 10% el flujo migratorio hacia los países del G-20, la mayoría de
los cuales presentan una población envejecida y ejércitos laborales en declive.
En las economías avanzadas una quinta parte de la
población tiene 60 años o más y se espera que a mediados de siglo ese grupo
supere el 30%. Frente a eso, la emigración de los países en desarrollo, con
solo un 10% de la población por encima de los 60 años, mantiene en los países
“viejos” el flujo de trabajadores y rellena las carencias y los fondos de la
seguridad social. Una encuesta realizada en 2014 por la OIT en 150 países,
sugiere que más de una cuarta parte de los jóvenes de la mayoría de las
regiones del mundo quiere residir permanentemente en otro país.
Algunos flujos vienen fuertemente determinados por la
proximidad geográfica, como en el estrecho de Gibraltar, el canal entre Italia
y el norte de África o la frontera entre México y Estados Unidos. Otros vienen
marcados por la historia, como los que vinculan a los antiguos colonizados con
las antiguas metrópolis coloniales. A finales de siglo, solo el 40% de la emigración
mundial era de Sur a Norte. Menos conocidos, los flujos “internos” dentro del
Sur, frecuentemente regionales, tienen una importancia creciente.
La creación de la Unión Europea llevó consigo la libre
circulación de los europeos pero contribuyó también a reforzar las fronteras
exteriores de su espacio. A partir de la crisis petrolera de 1973 las grandes
naciones europeas receptoras de emigrantes (Francia, Reino Unido y Alemania)
dejan de expedir permisos de trabajo automáticamente. Desde entonces ya no es
posible instalarse sin haber obtenido previamente un contrato de trabajo. Los
aspirantes a la emigración deben dirigir sus trámites hacia las dos únicas
puertas de acceso que quedan: el reagrupamiento familiar o el asilo político.
Quienes no tienen acceso a esos canales utilizan las redes clandestinas. Ese
endurecimiento que data de 1973, unido al refuerzo de la frontera exterior de
la UE, incrementa el recurso al paso clandestino.
Nada nuevo
El examen histórico de la reacción que la emigración provoca en los
países receptores, sugiere que, más allá de la mundialización y diversificación
del fenómeno, no hay nada nuevo en la actual xenofobia europea. En cada época
la opinión publica reinventa la figura del extranjero inasimilable. A
finales del XIX, arraigó el miedo ancestral al que viene de fuera. El discurso
de la prensa y de las élites, alimenta la estigmatización del extranjero como
lo opuesto a lo “nacional”. Los estereotipos que se pusieron entonces en marcha
marcarán durante muchos años la imagen de los emigrantes; demasiado numerosos,
portadores de enfermedades, consumidores del pan de los locales, potenciales
delincuentes y políticamente amenazantes. Este rechazo se nutrió también con el
antisemitismo y con el racismo en el caso de los emigrantes coloniales. Con
cada ola de emigración, las mismas quejas. Con cada crisis, las mismas
tensiones exacerbadas. La causa de la solidaridad, del humanismo
internacionalista y de la aceptación de la diversidad ha tenido que ser
afirmada por cada generación.
El coto al extranjero ha conocido muchos altibajos,
alternando radicalizaciones en tiempos de crisis y aperturismo cuando se
necesitaba mano de obra. La Primera Guerra Mundial marcó un hito con la
creación del documento nacional de identidad y el inicio del
reclutamiento general organizado en las naciones más adelantadas. En Francia se
crearon entonces los primeros organismos para organizar una llegada masiva de
trabajadores extranjeros para alimentar la caldera bélica industrial que la
movilización había vaciado. La crisis de los años treinta impulsó la xenofobia
y el antisemitismo en un contexto de desempleo. Durante la Segunda Guerra
Mundial esos rasgos adquirieron dimensiones criminales, con la Alemania nazi en
la vanguardia. Para hacer frente al colapso demográfico, en la posguerra se
liberalizaron las políticas migratorias. En los treinta gloriosos los
Estados se sometieron a las necesidades de la iniciativa privada. Actualmente
esa tendencia es aplastante y determina la política de los gobiernos.
La situación en Europa
La actual crisis migratoria que vive Europa reúne mucho de todo lo apuntado
pero viene complicada por dos aspectos. El primero es su relación directa con
el estado de guerra declarado en Oriente Medio, desde Afganistán hasta el norte
de África, con su epicentro en Siria e Iraq. Una “guerra civil generalizada, en
parte creada y constantemente agravada por intervenciones exteriores, de una
crueldad y capacidad de destrucción sin análogos desde la Segunda Guerra
Mundial”, en palabras del filósofo francés Étienne Balibar. Recordemos que en
Afganistán 15 años de guerra han creado 220.000 muertos, que en Iraq 12 años de
guerra produjeron un millón de muertos y la división del país en tres trozos,
que en Libia se contabilizan 40.000 muertos tras cinco años de caos y la
división del país en tres trozos, y que en Siria cinco años de guerra han
generado 300.000 muertos y la fragmentación del país. En todos esos países la
intervención occidental ha empeorado claramente la situación existente antes.
El segundo aspecto es el propio proceso desintegrador
que vive la Unión Europea, desde que la crisis financiera de 2008 evidenciara
sus defectos de construcción y las manifiestas contradicciones de su
funcionamiento con la soberanía nacional y la democracia.
El flujo migratorio hacia la Unión Europea no es muy
grande para un conjunto de 28 (27) estados y 500 millones de habitantes.
Alemania (82 millones), que se dice presta a recibir 800.000 refugiados, pierde
cada año alrededor de medio millón de extranjeros que se van del país: -5,4
millones en los últimos diez años, según la estadística federal. En Francia (66
millones), si se representa el país como un estadio ocupado por 10.000
personas, las emigraciones de los últimos años han hecho entrar 30 personas por
año, de las que; 10 son estudiantes, 13 cónyuges o niños, menos de 3 emigrantes
con estatuto de asilo y menos de 3 emigrantes laborales, sin contar los que
regresaron a su país o fallecieron en el año, según la ilustrativa descripción
del demógrafo François Héran. Pese a que en cifras absolutas el fenómeno
represente una proporción muy pequeña de la población de la UE, el actual desconcierto europeo lo convierte en crisis. El
motivo es que desde que Alemania abriera la caja de Pandora del egoísmo nacional,
primero con su estrategia nacional exportadora basada en salarios bajos, que
exportó desempleo y restó competitividad a sus socios, y luego con una política
de austeridad a su medida en la que se sugirió –con Grecia- la posibilidad de
expulsar y extorsionar a un socio del euro, la solidaridad y el consenso no
encuentran lugar en la UE. El resultado es un cúmulo de contradicciones
y bandazos; socios europeos que no admiten cuotas de refugiados, países que
adoptan medidas de excepción en sus fronteras que ayer criticaban a sus
vecinos, Estados que formulan condiciones discriminatorias de acogida basadas
en la religión, y planes de inspiración empresarial para aceptar selectivamente
como refugiados a colectivos que por sus características de edad y formación
resultan interesantes para mantener estrategias de salarios bajos.
La tesis de la falta de mano de obra en Alemania, y la
más general en toda Europa de que el envejecimiento de la población crea
problemas y cuellos de botella inevitables en los sistemas de pensiones y
seguridad social, ignora el papel que aspectos como la tasa de actividad y la
productividad tienen en el crecimiento. ¿Cómo entender sino que el mayor tirón
económico y el establecimiento del Estado social, se realizaran en Europa –y se
esté haciendo ahora en China- en un contexto de drástico envejecimiento de la
población y de aumentos en la esperanza media de vida sin análogos históricos?
Los términos del debate en la Unión Europea esconden
una política que va a acoger, de una u otra forma, a algunos “refugiados”, una
categoría cubierta por el derecho internacional, a cambio de expulsar a muchos
más “emigrantes”, incluidos buena parte de los aspirantes al estatuto de
refugiado, pese a que las diferencias entre unos y otros no siempre sean claras.
Tanto en Francia como en Alemania, el Presidente Hollande y la canciller Merkel
han anunciado más expulsiones y medidas preventivas contra el emigrante
económico, a cambio de acoger a sus modestos contingentes de refugiados.
Será mucho peor y hay que prepararse
Actualmente estimado en unos 60 millones en todo el mundo, el
colectivo de refugiados está llamado a incrementarse como consecuencia del
calentamiento global. Para mediados de siglo, el Grupo Intergubernamental de
Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) prevé caídas de más del 25% en las
cosechas de maíz, arroz y trigo. “La naturaleza nos va a hacer pagar la cuenta
bien pronto”, advierte el Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude
Juncker. “El cambio climático ya es una de las causas de un nuevo fenómeno
migratorio y los refugiados climáticos van a presentar un nuevo desafío”, dice.
Los refugiados climáticos forzados a abandonar sus hogares por las
consecuencias del calentamiento global, “no están reconocidos como refugiados
por las convenciones internacionales”, recuerda el papa Francisco. Los
conceptos del consenso internacional en la materia apenas se están elaborando
en grupos como la Iniciativa Nansen creada en 2012. Desde el estado
insular de Kiribati, en el Pacífico, hasta la superpoblada costa de Bangladesh,
las poblaciones de Eritrea y Somalia o los previsibles afectados, en China e
India, del deshielo de los glaciares de Himalaya que alimentan los ríos
asiáticos que sustentan la irrigación en la región más poblada del mundo, el panorama
del siglo promete una nueva dimensión a la cuestión migratoria. “Pueden pensar
que la emigración es hoy un desafío para Europa, pero esperen a ver lo que
ocurre cuando no hay agua o comida y una tribu lucha contra la otra por su mera
supervivencia”, dijo en septiembre de 2005 el secretario de Estado
norteamericano, John Kerry.
La internacionalización de la solidaridad, el
antibelicismo, unas relaciones comerciales menos injustas y una economía
energéticamente sostenible, son los grandes retos del siglo XXI. Es evidente
que, en términos generales, el Norte no puede abrir de par en par las puertas
al Sur sin exponerse a grandes convulsiones, pero únicamente las naciones del
Norte – o bloques de naciones del Norte como la UE – que practiquen políticas que
respondan a esos cuatro rasgos apuntados, estarían moralmente autorizados para
cerrar sus puertas a los pobres. Al día de hoy nadie responde a ese criterio,
por lo que nadie lo está.
En 1952 la Alemania de posguerra estableció una ley de
indemnizaciones a los alemanes perjudicados por la guerra y sus consecuencias;
desde los bombardeos, hasta las expulsiones o el éxodo de la Alemania
comunista. Inspirada en una ley finlandesa anterior que se aplicó para los
expulsados de Karelia, aquella Lastenausgleichsgesetz estableció un
impuesto solidario de hasta el 50% del patrimonio y pagadero hasta en treinta
años, lo que podía dejarlo en un 1,67% anual. Los retos del siglo exigen ahora
medidas de esta envergadura a escala internacional para colocar al nuevo mundo
integrado en una perspectiva civilizatoria de viabilidad.
(Fuentes: PNUD, OCDE, UNDESA, Banco Mundial, Museo de
la Emigración de París)
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