Hace algunos años Eduardo Galeano expresó una frase que captó con
extraordinaria agudeza la época contemporánea. El afamado escritor
uruguayo acertó al decir que el mundo estaba patas arriba. Esa idea
–que en modo alguno fue resultado de su imaginación sino brotó a partir
de analizar la enorme brecha entre ricos y pobres y las inequidades
galopantes a escala global- cobró particular vigencia la jornada del 20
de enero, con las asunción de Donald Trump como el cuadragésimo quinto
presidente de Estados Unidos.
Lo ocurrido en la capital estadounidense el viernes 20 tuvo en
realidad tintes surrealistas. De un lado, se validó la manera sui
géneris en que el empresario neoyorquino se impuso en las elecciones del
martes 8 de noviembre del 2016. Del otro, el discurso del nuevo
inquilino de la Casa Blanca durante la denominada ceremonia de
“inauguración” presidencial fue otro ejemplo inequívoco de las profundas
e insalvables divisiones y contradicciones que perviven dentro del
sistema político de aquella nación.
En honor a la verdad el magnate inmobiliario, que contendió como
representante del Partido Republicano en la recta final, no era visto
por la inmensa mayoría de los especialistas ni siquiera para superar al
resto de los enrolados por su propia agrupación en la justa electoral.
Casi nadie creía que Trump obtendría la nominación por el Grand Old Party,
primero, y luego desbancaría, dentro de las controvertidas reglas de
juego asociadas al Colegio Electoral, a Hillary Clinton, quien emergía a
todas luces como favorita de los principales sectores, incluyendo la
élite política – financiera y los grandes medios de opinión.
En ningún caso el triunfo del acaudalado hombre de negocios fue un
acto de magia, sino la confirmación, entre múltiples factores, del
desencanto de buena parte de sus conciudadanos con el proyecto de país
construido sobre todo en los últimos 8 años por el primer
afrodescendiente en la presidencia de esa nación, y de las heridas
insondables para los sucesores de los padres fundadores –portadores de
las ideas conservadoras de los blancos anglosajones–, quienes sintieron
retroceder su papel preponderante tradicional y responsabilizaron de
ello a las administraciones demócratas y las influencias liberales.
Hemos analizado antes varias de las causas conducentes al desenlace
de ese martes de noviembre, que catapultó por primera vez a la más alta
responsabilidad de su país a un neófito en el desempeño de
responsabilidades públicas, por demás el más veterano en la historia
estadounidense en ejercer la función presidencial, luego de que
cumpliera 70 años en junio del 2016.
Vale la pena recordar la campaña heterodoxa, llena de entuertos y
desaguisados de toda índole, en la que mediante mensajes simplistas y
para muchos irrealizables, Trump fue capaz de conectar con sectores
ávidos de tomar revancha, por diversas razones, pero sobre todo por lo
ocurrido luego de enero del 2009, en que un ciudadano negro–algo sin
paralelo en ese país- ocupó el Despacho Oval.
Su propuesta fue una especie de coctel molotov que actuó como un
mazazo sobre hombres y mujeres (algo que se ignoró al centrarse los
medios en sus marcadas posiciones racistas y misóginas), que demandaban
un cambio, una especie de regreso a la década de 1950, aunque no
supieran a ciencia cierta sus resultados.
Es como si el espíritu iconoclasta de Marlon Brando, Elvis Presley o
James Dean (íconos cinematográficos de una rebeldía por la que claman
más allá de las pantallas) se apoderara al unísono de buena parte de los
más conservadores y reaccionarios, dentro de la reducida proporción de
los participantes en los comicios, aún sin reparar en que el filme
inherente a la realidad no tuviera un hapy end como el esperado, tras el mensaje de America First cuya definición está aún pendiente.
Ahora bien, si semanas atrás resultó algo casi de ciencia ficción que
el vencedor fuera quien obtuvo prácticamente 3 millones de votos menos
que su oponente (solo la imaginación exuberante de Julio Verne en el
pasado, o de un Michael Moore y Steven Spielberg en el presente, se
habrían atrevido a vaticinar tal anomalía) no lo fue menos que en su
toma de posesión, Trump afirmara ante los participantes en la ceremonia y
las cámaras de la televisión, que con él llegaban al gobierno el pueblo
estadounidense, para subrayar un populismo de derecha y su rechazo a
las élites políticas y económicas de ese país, de las cuales en su
actuación ante las cámaras pretendió distanciarse.
¿Cómo puede entenderse ello si conformó el gabinete más acaudalado de
la historia, repleto de multimillonarios cuyas fortunas se levantan
precisamente en detrimento de las grandes mayorías del pueblo que dice
representar? Hasta donde sabemos –y en la era de Internet es poco
probable que algo quede con velo- Trump no nominó como secretarios a
ninguno de los homeless del Bronx (de los que pernoctan muy cerca de su Tower
de lujo en Manhattan), ni a profesores de Chicago, ni a campesinos de
Iowa, ni a estudiantes de Boston. Se rodeó, por el contrario, de una
cúpula de financieros, empresarios y ex militares, que encarnan un
segmento de lo más selecto entre la oligarquía financiera de esa nación.
En sus palabras –con menos de veinte minutos de duración- ratificó su
nacionalismo de derecha, marcado por un matiz populista y reaccionario,
que al parecer será una tónica en ascenso de su labor presidencial.
Solo así es posible comprender que prometa la creación de 25 millones
de empleos en los próximos diez años (si George W. Bush afirmó que
hablaba con Dios, Trump asegura que generará una mayor cantidad de
puestos laborales que cualquier figura divina, algo así como multiplicar
puestos de trabajos cual panes y peces), o que certifique el retorno de
plantas que marcharon al exterior, para devolverle el status de antaño a
los compatriotas vinculados a esas industrias.
Dichas aseveraciones tienen asociadas múltiples errores. Trump, ni
ninguno de sus seguidores, está al margen de las dinámicas globales
impuestas por el capitalismo monopolista transnacional, (con
independencia de su mirada proteccionista y xenófoba), ni de las
políticas de otros importantes agentes como China.
Las fábricas estadounidenses no viajaron fuera de sus fronteras para
ayudar a los obreros mexicanos, o chinos, sino que arribaron a esos
mercados porque por medio de los encadenamientos productivos y de
servicios mundiales se incrementaban sus ganancias, haciendo más jugosas
las operaciones que cuando las factorías se extendieron por Michigan,
Pittsburg o Wisconsin. Fue el pragmatismo capitalista (que supone
apreciar dividendos económicos en cada maniobra) el que inclinó a sus
predecesores a actuar de esa manera, no el sentimiento de cumplir con la
ayuda oficial al desarrollo preconizada por la ONU, ni nada por el
estilo.
En política exterior, como en tantos otros asuntos, el también experto en reality shows
y la industria del entrenamiento es también un crucigrama complejo de
resolver. No sin motivos las palabras más pronunciadas en los
principales centros de pensamiento en todo el orbe, relacionadas con él,
son “alto grado de incertidumbre”.
Sin embargo, después de lo ocurrido no debe subestimarse la capacidad
de Trump de cambiar la política estadounidense e introducir alguna de
sus ideas, más allá de lo inverosímil de algunas de sus promesas y el
deseo expreso de barrer el legado de la administración Obama.
Los resultados finales no dependerán solamente de él, pero debe
recordarse que incluso pequeños cambios en una dirección u otra, — por
el carácter de súper potencia de Estados Unidos— tendrán impactos
significativos para la economía y la política mundial, de lo cual no se
excluye a ningún país.
En todo ello está el desafío adicional de desentrañar las líneas de
pensamiento nada menos que rastreando sus tuits, con los cuales
seguramente proporcionó innumerables dolores de cabeza a la burocracia
del Departamento de Estado, empeñada en que la “diplomacia de los 140
caracteres” no sea la brújula sobre la que descanse la proyección
internacional de la principal potencia económica y militar del planeta.
Lo cierto es que, si en la voz de Ernest Hemingway el París de los
años veinte de la centuria anterior era una fiesta, por la confluencia
en sus museos y cafés de muchas de las más notorias figuras del arte y
la literatura, el Distrito de Columbia de este viernes simuló un campo
de batalla, fundamentalmente en el plano simbólico.
En una parte de la ciudad se legitimó el ascenso presidencial de una figura que recibió la reprobación en las urnas de la mayoría de los ciudadanos, paradoja de la democracia estadounidense. En la otra, teniendo como telón de fondo carteles de McDonald’s y otras compañías, personas de todos los colores y procedencias se lanzaron a las calles para decir que ese no era su presidente.
En una parte de la ciudad se legitimó el ascenso presidencial de una figura que recibió la reprobación en las urnas de la mayoría de los ciudadanos, paradoja de la democracia estadounidense. En la otra, teniendo como telón de fondo carteles de McDonald’s y otras compañías, personas de todos los colores y procedencias se lanzaron a las calles para decir que ese no era su presidente.
Ambos paisajes, al final, entroncan con lo onírico y la realidad, en la misma medida que confirman la premonición del autor de Las venas abiertas de América Latina:
el mundo está al revés. Veremos hacia qué línea se inclina quien acaba
de desfilar por la Avenida de Pensilvania. Mientras tanto, con
justicia, contemplemos el cuadro surrealista (que habría hecho
languidecer al genio de Salvador Dalí) que nos entregó la legendaria
urbe junto al Potomac.
⃰Fernández Tabío es Doctor en Ciencias Económicas y
Profesor Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados
Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana, mientras que Pérez
Casabona es Licenciado en Historia, Especialista en Seguridad y Defensa
Nacional y Profesor Auxiliar de la propia institución.
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