Editorial
19.06.2013
19.06.2013
Decenas de miles de brasileños volvieron
a tomar ayer las calles de Sao Paulo y las inmediaciones de Río de Janeiro para
protestar en contra del alza generalizada en las tarifas del transporte
público, al denunciar la presunta corrupción en los gobiernos de distinto signo
político y demandar la mejora de los servicios públicos. En capitales estatales
como Porto Alegre y Recife, las manifestaciones de los últimos días derivaron
en el anuncio de que se reducirán los precios en autobuses, metro y tren, en
tanto que el alcalde de Sao Paulo, Fernando Haddad, aceptó ayer mismo revisar
el costo al público del primero de esos medios de transporte.
Las movilizaciones en varias urbes
brasileñas resultan significativas no sólo por el elevado número de personas
que han concentrado y por la coyuntura en que ocurren, sino porque tienen lugar
en un país cuyo gobierno se ha enfocado, durante la última década, en contener
los factores originarios de los descontentos sociales, y que parecía, en
consecuencia, poco proclive al surgimiento de éstos. En efecto, más allá de la
valoración que se tenga sobre los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff,
es innegable que han sido particularmente exitosos en el diseño y aplicación de
políticas de generación de empleo –como demuestra la creación de unos 18
millones de puestos de trabajo en los recientes 10 años–, reducción de la
pobreza y combate al hambre –más de 30 millones de brasileños han transitado de
los estratos sociales bajos a la clase media en ese periodo–, crecimiento del
poder adquisitivo del salario –el cual ha aumentado más de 50 por ciento en
términos reales desde 2003– y reactivación de las cadenas industriales, lo que
ha dotado al país de perspectivas de desarrollo y dinamismo económico
envidiables en la región y en el mundo.
Otro elemento novedoso de las protestas
en Brasil es la respuesta que ha tenido la clase dirigente: a contrapelo de la
sordera y las reacciones represivas que caracterizan a otros gobiernos frente a
movilizaciones similares, Rousseff ha actuado con sensatez y contención
discursiva, al grado de que ayer se dijo orgullosa de las movilizaciones y
señaló que esas voces de las calles merecen ser escuchadas. Similares
expresiones han sido utilizadas por el ex mandatario brasileño Luiz Inácio Lula
da Silva, quien señaló que nadie en su sano juicio puede estar en contra de las
manifestaciones de la sociedad civil.
No obstante estos matices, que abren
saludables perspectivas para una solución concertada en el país sudamericano,
el claro origen social del descontento popular y el genuino carácter
apartidista de las movilizaciones ponen en perspectiva un agotamiento y una
necesidad de viraje por parte de la propuesta política de los partidos
políticos tradicionales, particularmente del gobernante Partido de los
Trabajadores.
Desde una perspectiva más general, el
estallido de descontento en Brasil se inscribe en un contexto de movimientos
sociales de nueva generación que van desde la llamada primavera árabe hasta
el movimiento Ocupa Wall Street en Estados Unidos, pasando por los indignados
de España y las protestas estudiantiles recientes de Chile y México. Más allá
de su heterogeneidad, estas expresiones de inconformidad tienen como
denominador común el uso masivo y sistemático de las redes sociales y de las
nuevas tecnologías de la información y comunicación, lo que los dota de enorme
dinamismo, capacidad organizativa y proyección internacional.
Tales elementos, por último, tendrían que
llevar a los gobiernos del planeta a verse reflejados en espejos como el
brasileño: si el surgimiento de estas protestas es posible en un país cuya
política social y económica ha estado orientada a la atención de los rezagos
económicos y sociales, tanto más lógico resultaría que expresiones similares de
inconformidad popular ocurrieran en naciones como la nuestra, donde las causas
originarias del descontento han sido desatendidas e incluso aceleradas y
multiplicadas por la aplicación del modelo económico depredador aún vigente.
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