Las clases poderosas tienen
intereses comunes, léase las clases hegemónicas, se entienden y la relación
entre ellas se da en un continuo proceso de
colaboración-concertación-confrontación marcado por intereses nacionales y
pretensiones individuales.
En el siglo XIX, las
potencias habían alcanzado diferente grado de desarrollo. A la cabeza se habían
colocado Francia e Inglaterra con sendas revoluciones industriales; España,
portadora de una vieja estructura colonial y EEUU, una nación en franco proceso
de desarrollo y expansión.
En 1823, EEUU enunció la
Doctrina Monroe, que constituyó una declaración unilateral del gobierno
norteamericano cuyo fin último era apartar a las naciones del viejo continente
de América; a la par que se comprometía a abstenerse de intervenir en los
asuntos europeos. Para las frágiles naciones latinoamericanas estas
afirmaciones constituyeron una condición de que, bajo el amparo norteamericano,
podrían hacer frente a las amenazas por parte de las potencias europeas.
Lo que sí quedó claro es que
la posición norteamericana se erigió solo en declaración formal pues no
reaccionaron frente a la intervención española en México (1829), la invasión
británica a las Islas Malvinas (1833), las aventuras francesas y británicas en
Río de la Plata (1838-1850), la ocupación de Francia de Veracruz y la anexión
gradual de territorios centroamericanos por parte de Inglaterra. En el caso
cubano también cabe destacar como un pequeño ejemplo el no reconocimiento de la
beligerancia y la negativa de vender 30 cañoneras que permitirían a los cubanos
fortalecer su armamento en las luchas de liberación.
Pese a lo anteriormente mencionado en el terreno
político, durante el siglo XIX, EEUU se devela como potencia económica en
franco proceso de expansión y futura consolidación; lo cual lo coloca como un
actor decisivo en las relaciones con América Latina y el Caribe. Aunque España
mantenía un poderío en el plano político –consecuente con los intereses
norteamericanos- paralelamente EEUU comenzó un proceso paulatino de penetración
en las economías de la región.
En general, las relaciones
entre las potencias fueron oscilantes, marcadas siempre por el interés
hegemónico en América Latina y sus pretensiones imperiales. Sin embargo, hacia
finales del siglo XIX, con la consolidación económica y política a nivel
internacional que experimenta EEUU; las relaciones con las potencias europeas
comienzan un cambio de tono y se comienza a asumir en el terreno político una
posición más agresiva en el discurso y que en siglo XX iría mucho más allá.
No obstante, el concepto de
colaboración antagónica presentado por Ruy Mauro Marini, explica el proceso
contradictorio de manifestación dual, inherente a la lógica del sistema
capitalista expresado, en primer lugar, en las contradicciones
antiimperialistas y en segundo lugar, entre dichas potencias y sus territorios
coloniales o las naciones subdesarrolladas con las cuales mantienen vínculos.
“La lógica capitalista, que
subordina la inversión a la expectativa de beneficio, lleva esos capitales a
las regiones y sectores que parecen más prometedores. La consecuencia es, a
través de la repatriación de capitales, un aumento suplementario del excedente,
que impulsa a nuevas inversiones en el exterior”. 1
No es hasta el siglo XX
cuando este tipo de relaciones llega a su máxima expresión tras la segunda
guerra mundial en el cual EEUU, la nueva potencia poseedora de la hegemonía
mundial en todos los terrenos, se aboca a la reconstrucción de la devastada
Europa a través del Plan Marshall; cuyo fin era devolver a las otroras
potencias –principal competencia en el siglo XIX- el dinamismo a sus economías
nacionales para crear los imprescindibles nuevos mercados.
En este sentido, Marini
explica que: “los demás países industrializados, (…) sometidos a la penetración
de las inversiones norteamericanas, volviéronse a su vez centros de exportación
de capitales y extendieron simultáneamente sus fronteras económicas, dentro del
proceso ecuménico de la integración imperialista. Las tensiones que
intervinieron entre esos varios centros integradores, de desigual grandeza
(como, por ejemplo, Francia y Estados Unidos), aunque no puedan, como en el
pasado, llegar a la hostilidad abierta, y tengan que mantenerse en el marco de
la cooperación antagónica, obstaculizan el proceso de integración, abren
fisuras en la estructura del mundo imperialista y actúan vigorosamente en
beneficio de lo que tiende a destruir las bases mismas de esa estructura: los
movimientos revolucionarios en los países subdesarrollados”. 2
Más adelante señala que “la
expansión del capitalismo mundial y la acentuación del proceso monopolista
mantuvieron constante la tendencia integracionista, que se expresa hoy, de
manera más evidente, en la intensificación de la exportación de capitales y en
la subordinación tecnológica de los países más débiles”. 3
Lo cierto es que durante las
fases de surgimiento-expansión-‘decadencia’ de una u otra de las potencias
mundiales siempre se ha apreciado un proceso de confrontación-colaboración que
ha devenido en una suerte de reacomodo en el cual todas han subsistido en el
complejo sistema capitalista mundial; aunque posean desigual desarrollo
económico y político, pues como alertaba Lenin, ello es “una ley absoluta del
capitalismo”.4
Notas:
1.
Marini, R.: La integración imperialista y América Latina. Tomado de La teoría social
Latinoamericana: Textos escogidos, UNAM, México, 1994, Tomo
II, págs 15-19.
2.
Marini, R.: La integración imperialista y América Latina. Tomado de La teoría social Latinoamericana:
Textos escogidos, UNAM, México, 1994, Tomo II, págs 15-19.
3.
Ibídem
4.
Lenin, V.: La consigna de los Estados Unidos de Europa. En Sotsial-Demokrat,
núm. 44, 23 de agosto de 1915. Disponible en: www.marxists.org Consultado
9 de enero de 2012.
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