lunes, 13 de octubre de 2014

La inquietante expansión del Complejo Industrial Militar

Por  Mairead Maguire*
IPS

 ¿Cómo se puede justificar que en el siglo XXI continuemos entrenando millones de hombres y mujeres para engrosar los ejércitos y mandarlos a la guerra?

La mortandad de civiles en las guerras es inmensa y la destrucción de la vida de militares es altísima. Agréguese el costo económico y ambiental, y el costo del potencial humano que científicos y expertos, en vez de dedicar al bienestar y la salud, emplean para la investigación y producción de armas cada vez más letales.

Por ejemplo, Estados Unidos y Gran Bretaña han cometido un genocidio entre 1990 y 2012, que mediante guerras y sanciones se estima que costó la vida a tres millones 300.000 iraquíes, incluidos 750.000 niños.

Y todos hemos visto en nuestras pantallas el horrible espectáculo de los 50 días de bombardeos de la fuerza militar de Israel en Gaza, entre julio y agosto de este año, incluyendo blancos civiles.

Pero, podríamos preguntarnos: ¿por qué nos sorprende la crueldad de los militares, ya que están haciendo lo que les han enseñado, matar, bajo las órdenes de sus gobiernos?

Es penoso escuchar a políticos y militares jactarse de sus proezas bélicas. Los medios de comunicación nos martillean con propaganda que glorifica el militarismo, nos dicen que para nuestra seguridad necesitamos armas nucleares, armas más modernas, y justifican la guerra para matar a los asesinos que, según ellos, podrían amenazar nuestras vidas. 

Sostengo que nunca debemos ser ambivalentes ante la violencia, sino afirmar que es siempre un recurso erróneo, no importa quién la ejerza ni las razones que alegue para justificarla.

Sin embargo, hay mucha gente en condiciones tales que no consiguen vivir en paz. Son aquellos que viven en lucha con las raíces de la violencia, que pueden ser la pobreza, el desempleo, el racismo, los conflictos bélicos, o gobiernos autoritarios o neofascistas que pueden desencadenar fuerzas incontrolables de tribalismo o nacionalismo. Se trata de peligrosas formas de identidad que es necesario disuadir.

El punto de partida es el reconocimiento de que la dignidad humana es más importante que nuestras diferentes tradiciones, que nuestras vidas y las del prójimo son sagradas, y que podemos resolver nuestros problemas sin acudir a la violencia, que podemos aceptar la diversidad y la alteridad, que es posible la reconciliación de antiguas divisiones y perdonar y ser perdonados, si optamos por escuchar, dialogar, y emplear la diplomacia como vía privilegiada para el desarme, la desmilitarización, y la instauración de la paz.

En mi país, Irlanda del Norte, pudimos superar un prolongado y violento conflicto étnico-político cuando la comunidad civil organizada decidió renunciar a toda forma de violencia y se comprometió a operar para la reconciliación, la justicia y la paz.

Este tránsito de la violencia a la paz fue posible gracias a un diálogo sin condiciones y abierto a todos los problemas, y fue así que no solo cesó la violencia, sino que después de superado el conflicto continuamos trabajando para consolidar la confianza mutua.

Esperamos que nuestro caso sirva de ejemplo para otros países, como Ucrania, donde es necesario buscar la solución con base en la Carta de las Naciones Unidas y los Principios de Helsinki.

También tenemos que responder al desafío de construir estructuras a través de las cuales se amplíe la cooperación y que reflejen las relaciones de interconexión y de interdependencia.

Actualicemos la lección de los fundadores de la Unión Europea (UE), de estrechar e integrar las vinculaciones económicas entre sus miembros a fin de alejar la posibilidad de conflictos bélicos entre ellos.

Desafortunadamente, estamos viendo la creciente militarización de Europa y su encaminamiento, bajo el liderazgo de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), hacia una nueva forma de Guerra Fría.

La UE y muchos de sus países que hasta un pasado reciente participaron en iniciativas de las Naciones Unidas para la resolución pacífica de conflictos están emprendiendo ahora el camino inverso y, suman sus fuerzas para agresiones militares bajo el comando de la OTAN contra países como Afganistán, Irak o Libia.

Por ello sostengo que hay que abolir la OTAN y avanzar hacia el desarme mediante acciones no violentas y resistencia civil.

Los medios de resistencia son fundamentales. El mensaje de los pacifistas, que sostenemos que la fuerza militar no soluciona los conflictos, sino que los exacerba, nos presenta el reto de encontrar y aplicar nuevas formas de persuasión.

Tenemos que impartir la educación por la paz en todos los estratos sociales e impulsar la creación de ministerios de la paz en todos los países.

El mundo contemporáneo está ahora enfrentando la expansión de lo que el presidente estadounidense Dwight Eisenhower (1953-1961) llamó el “complejo industrial militar” y que, según advirtió, podría destruir la democracia en Estados Unidos.

Más de medio siglo después de la premonición de Eisenhower, hoy en día vemos que un selecto grupo de industriales y financieros, políticos, militares, y propietarios de medios, están en el centro del poder y ejercen fuerte influencia sobre muchos gobiernos. Basta citar el ejemplo del ascendiente de los lobbies de los fabricantes de armas y de Israel sobre la política estadounidense.

Los vemos como protagonistas en las intervenciones militares recientes o en curso, ocupaciones y guerras por terceros, todas presentadas como “intervenciones humanitarias o pro democracia” que, en verdad, causan gran sufrimiento, especialmente a los más pobres; su verdadero objetivo es la dominación y control de otros países, y en muchos casos de sus recursos naturales.

La tarea del movimiento pacifista es reemplazar la agenda belicista del complejo industrial militar por una política de paz, justicia, derechos humanos y de vigencia del derecho internacional en cada país, y cooperar entre nosotros para que estos ideales prevalezcan a escala internacional.



*La norirlandesa Mairead Maguire es militante pacifista y premio Nobel de la Paz 1976.


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