Por Harold Meyerson
El excepcionalismo norteamericano puede estar llegando
a su fin, del peor modo posible: con el derrumbamiento de los partidos del
centroizquierda europeo ante los de una derecha ultranacionalista insurrecta;
con las divisiones raciales y religiosas que desgarran el compromiso de estos
países con la perspectiva de solidaridad de la izquierda.
Que se vea socavado el excepcionalismo norteamericano, al fin y al cabo, no tiene por qué entrañar que nosotros nos volvamos más como otras democracias industriales, ubicadas principalmente en Europa. Lo que está sucediendo, de hecho, es que Europa se está volviendo más como nosotros.
Para comprender la relación entre el ascenso de la euro-derecha y el menguante excepcionalismo de Norteamérica, tenemos que recordar a qué hace referencia, exactamente, nuestro excepcionalismo nacional. El término apareció por vez primera en un debate en el seno del movimiento comunista a finales de los años 20, en el que había quienes afirmaban que el conflicto de clases en los Estados Unidos era diferente de forma significativa del del resto del mundo industrializado. Con el tiempo, vino a referirse al hecho de que los EE.UU., a diferencia de cualquier otra democracia industrializada, no había logrado generar un partido o movimiento socialista o socialdemócrata de talla o con algunas repercusiones.
Los historiadores han aducido toda una serie de razones para esta anomalía, pero la más plausible ha sido que la clase trabajadora norteamericana ha estado desde el principio profundamente dividida por raza, etnia y religión, a diferencia de las poblaciones de clase trabajadora de los países europeos, mucho más homogéneas. Y debido a que nuestro movimiento de clase trabajadora estaba mucho más dividido por la raza que el de sus colegas europeos, y a causa de que nuestro sentido de solidaridad nacional también está escindido por la raza y el racismo, nuestros programas sociales eran menos universales, nuestro Estado del Bienestar menos generoso y más excluyente. De esto modo, las ocupaciones que mostraban una alta presencia de afroamericanos quedaban excluidas de cobertura en las leyes que creaban un salario mínimo u otorgaban derecho a una negociación colectiva. Y así había programas que eran universales al otro lado del Atlántico —el seguro médico, de manera más destacada— que aquí nunca se llevaron a la práctica.
A la inversa, los países que crearon los programas más
universales y que favorecían los derechos de todos los trabajadores a la
negociación colectiva fueron los más homogéneos racial y culturalmente:
Escandinavia, Alemania, Austria, Holanda y Francia, muy en particular. Durante
los años en los que estos países crearon sus versiones de la
socialdemocracia — principalmente en los primeros tres cuartos del siglo
XX — experimentaron poca inmigración que diversificara sus respectivas
poblaciones. Por contra, los Estados Unidos fueron una nación de inmigrantes
desde un principio. Tal como ha demostrado la historiadora Lizabeth Cohen en
Making A New Deal, los esfuerzos por unificar en los EE.UU. a los trabajadores
en sindicatos o como fuerza política diferenciada fracasaron hasta la década de
1930, pues los inmigrantes procedentes de un abanico de países y culturas
distintas se mostraron incapaces de superar sus diferencias. Después, sin
embargo, de que el Congreso promulgara en 1924 lo que fue de facto una
prohibición de la inmigración ,salvo desde el norte de Europa, el flujo regular
de recién llegados, de “otros” culturales se detuvo y los trabajadores pudieron
suscitar solidaridad suficiente como para crear sindicatos industriales y
lograr el establecimiento de un semiEstado del Bienestar.
Por un lado, 2016 ha sido un año en el que un Partido Demócrata cada vez más progresista se ha ido desplazando más hacia el tipo de programas universales de los que disfruta Europa, en el que Bernie Sanders cita repetidamente el ejemplo de los países escandinavos como modelo a seguir por los EE.UU. El amplio apoyo que ha conseguido para sus políticas abiertamente socialdemócratas apunta al deseo entre los jóvenes y el número cada vez mayor de progresistas de adherirse más al modelo europeo (por supuesto, el amplio apoyo en las filas republicanas a los llamamientos racistas y ultranacionalistas de Donald Trump revela todo lo contrario).
Por un lado, 2016 ha sido un año en el que un Partido Demócrata cada vez más progresista se ha ido desplazando más hacia el tipo de programas universales de los que disfruta Europa, en el que Bernie Sanders cita repetidamente el ejemplo de los países escandinavos como modelo a seguir por los EE.UU. El amplio apoyo que ha conseguido para sus políticas abiertamente socialdemócratas apunta al deseo entre los jóvenes y el número cada vez mayor de progresistas de adherirse más al modelo europeo (por supuesto, el amplio apoyo en las filas republicanas a los llamamientos racistas y ultranacionalistas de Donald Trump revela todo lo contrario).
Pero aunque los progresistas norteamericanos se estén
desplazando a la izquierda, el centroizquierda europeo parece estar
desmoronándose bajo las mismas presiones que impidieron durante largo tiempo
que se formara la izquierda norteamericana: la diversidad racial, étnica y
religiosa, y la ansiedad que provoca la inmigración masiva. La combinación
políticamente tóxica de un estancamiento económico prolongado y la riada sin
precedentes de inmigrantes de Oriente Medio y África, muchos de ellos
musulmanes, ha desamarrado a buena parte de la clase trabajadora europea de su
base en los partidos socialistas y socialdemócratas del continente.
En Francia, el presidente socialista,
FrancoisHollande, va en las encuestas por detrás de Marine Le Pen, del Front
National contrario a la inmigración; en Alemania, los socialdemócratas se
mueven con dificultad a medida que asciende el partido nacionalista
AlternativefürDeutschland. En Austria, esta semana, el canciller
socialdemócrata abandonó su cargo después de que el candidato de su partido
quedara en cuarta posición en las elecciones presidenciales, mientras quedaba
en primera posición el candidato del derechista Partido de la Libertad (FPÖ),
que odia a los inmigrantes (aunque ha de esperarse todavía a la última vuelta)
[que confirmaría finalmente la elección del candidato ecologista Alexander van
der Bellen]. En Dinamarca —antaño modelo de socialdemocracia — una ley exige
ahora confiscar los objetos de valor de los refugiados recién llegados. Eso por
lo que respecta a la solidaridad universal de la que antaño se enorgullecía
Europa.
La descomposición del modelo europeo puede reflejar los mismos problemas de diversidad que descubría un amplio sondeo realizado hace varios años bajo la supervisión del sociólogo de Harvard Robert Putnam. Cuanto más diversa es una comunidad, concluía el estudio, “menos probabilidades hay de que sus habitantes confíen en los demás”, no sólo en gente de diferentes razas, etnias, religiones y clases sino incluso en “gente de su propio grupo étnico”. En estas condiciones, continuaba el informe, decaía tanto la participación política como las conexiones interclasistas.
La actual situación política y social de las ciudades de Norteamérica puede confirmar —y en menor medida, confundir— este análisis. Hay probablemente pocos contactos entre los “millennials” que afluyen masivamente a los centros urbanos y las minorías de habitantes de clase trabajadora, en buena medida de minorías, a los que de hecho desplazan, así como entre esos “millennials” y los inmigrantes del mundo en vías de desarrollo que llegan también a las ciudades. Por otro lado, como todos estos grupos favorecen las políticas progresistas, han convertido las ciudades en los bastiones más liberales de Norteamérica. Puede que haya funcionado una dinámica similar en Londres con la elección en este mes de un alcalde musulmán del Partido Laborista.
La descomposición del modelo europeo puede reflejar los mismos problemas de diversidad que descubría un amplio sondeo realizado hace varios años bajo la supervisión del sociólogo de Harvard Robert Putnam. Cuanto más diversa es una comunidad, concluía el estudio, “menos probabilidades hay de que sus habitantes confíen en los demás”, no sólo en gente de diferentes razas, etnias, religiones y clases sino incluso en “gente de su propio grupo étnico”. En estas condiciones, continuaba el informe, decaía tanto la participación política como las conexiones interclasistas.
La actual situación política y social de las ciudades de Norteamérica puede confirmar —y en menor medida, confundir— este análisis. Hay probablemente pocos contactos entre los “millennials” que afluyen masivamente a los centros urbanos y las minorías de habitantes de clase trabajadora, en buena medida de minorías, a los que de hecho desplazan, así como entre esos “millennials” y los inmigrantes del mundo en vías de desarrollo que llegan también a las ciudades. Por otro lado, como todos estos grupos favorecen las políticas progresistas, han convertido las ciudades en los bastiones más liberales de Norteamérica. Puede que haya funcionado una dinámica similar en Londres con la elección en este mes de un alcalde musulmán del Partido Laborista.
Londres, hoy, no es el continente. Ni siquiera es Gran
Bretaña. Allí, como en otras partes del norte de Europa, los lazos de
solidaridad que crearon estados del Bienestar universales se han deshilachado
hasta casi romperse. ¿Y qué excepcionales seguiremos siendo si Europa sufre las
fisuras de las mismas divisiones de raza, religión y etnia que durante tanto
tiempo nos han atormentado a nosotros?
Columnista del diario The Washington
Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por
la revista TheAtlanticMonthly como uno de los cincuenta columnistas mas
influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité
Político Nacional de DemocraticSocialists of America y, según propia confesión,
"uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la
capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario
senador por el estado de Vermont).
Fuente:
The American
Prospect, 12 de mayo de 2016
Traducción:
Lucas Antón
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