Por Camilo López Burian
Doctor en ciencia política, Instituto de Ciencia Política, Facultad de
Ciencias Sociales, Universidad de la República.
En los últimos tiempos, Brasil ha perdido visibilidad en el mapa
internacional. La sexta economía mundial que discutía la gobernanza global,
tanto a nivel económico como político, parece estar distraída del mundo y
ausente, mientras en el ámbito interno se desata un episodio más de una crisis
política que muestra cómo la democracia brasileña se debilita.
La política exterior brasileña,
como toda política exterior, está condicionada por factores internacionales y
domésticos, y el convulsionado escenario político actual la afecta sin dudas,
algo que debería preocupar a toda la región. Henry Kissinger decía que “hacia
donde se incline Brasil, se inclinará América Latina”.
Desde Estados Unidos y Europa occidental, a mediados del siglo XX, el pensamiento dominante en relaciones internacionales sostenía que el sistema internacional era anárquico. Discutiendo esta idea, desde Sudamérica, algunos intelectuales propusieron y proponen pensar un sistema internacional jerárquico –no anárquico– e invitan a concebir la política exterior en clave autonómica, en cuanto condición que permite a los estados formularla e implementarla independientemente del constreñimiento impuesto por agentes más poderosos.
Desde Estados Unidos y Europa occidental, a mediados del siglo XX, el pensamiento dominante en relaciones internacionales sostenía que el sistema internacional era anárquico. Discutiendo esta idea, desde Sudamérica, algunos intelectuales propusieron y proponen pensar un sistema internacional jerárquico –no anárquico– e invitan a concebir la política exterior en clave autonómica, en cuanto condición que permite a los estados formularla e implementarla independientemente del constreñimiento impuesto por agentes más poderosos.
La autonomía como objetivo
estratégico de la política exterior ha sido un elemento central y debatido en
la historia política brasileña. Sus elites tomaron posiciones diferentes sobre
la importancia de tener una política exterior autónoma o no, a la vez que
discutieron, en varios momentos, cuáles eran los caminos o tácticas a aplicar
para conseguir ese objetivo.
El proceso de integración
regional que comenzó a construirse luego de la redemocratización en la región
discurrió en paralelo al ascenso brasileño. El liderazgo o potencial liderazgo
brasileño en la región es un asunto debatido académica y políticamente. Desde
tiempos de Fernando Henrique Cardoso, el país más relevante de la región
decidió redefinir los límites de su zona de influencia de forma más precisa. El
ámbito sudamericano se transformó en el espacio territorial priorizado,
evitando así la disputa con México.
Sobre el liderazgo brasileño
existen argumentos diversos. Unos sostienen que por momentos ha logrado liderar
la región, otros lo ven como un potencial líder que no logra hacerlo, algunos
señalan que no “paga los costos” de su liderazgo y hay quienes lo ven como un
líder que no logra tener el reconocimiento como tal de parte de sus vecinos o
que se preocupa más por ser un actor global que de liderar su región. Poco
importa ahora si logró o no ser líder, lo indiscutible es que es el país más
importante en la región.
Su política exterior, tantas
veces reconocida por su estabilidad en el tiempo, tuvo un cambio de orientación
sustantiva con la llegada del Partido de los Trabajadores (PT) al gobierno y el
triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva. De 2003 a 2010, con el embajador Celso
Amorim como canciller, el gobierno de Lula tuvo como objetivo una política
autónoma “activa y altiva”. Con los pies en la región sudamericana y la
mirada puesta en el Sur global. Brasil buscó la autonomía mediante una nueva
estrategia, a la que algunos académicos llamaron “autonomía por la
diversificación”.1 Guiado por la adhesión a los principios y las
normas internacionales, y las alianzas Sur-Sur, incluso regionales, el objetivo
fue reducir asimetrías globales y buscar el aumento de las capacidades de
negociación con los países desarrollados, en el contexto de un mundo multipolar
e intentando evitar la autarquía y el aislamiento, tanto de Brasil como de
Sudamérica.
Los tiempos de Dilma Rousseff al
frente de la presidencia de Brasil estuvieron marcados por una menor
priorización de la agenda internacional. Y la asunción de Michel Temer, luego
del juicio político a Dilma, conllevó un cambio radical de orientación en
muchas de las políticas públicas de Brasil. La política exterior no fue
excepción. Con un discurso duro contra la política exterior de los tiempos del
PT, acusándola de ideologizada, el gobierno de Temer propuso su “restauración”.
El norte volvería a ser el Norte, la economía, el vector central de la política
y Brasil debería abandonar su pretensión de discutir la gobernanza
internacional. La política exterior autonomista dejaba paso a una restauración
que colocó su fundamento en la idea de “pragmatismo”, palabra que sus emisores
consideran sinónimo de ausencia de ideología.
Brasil se encuentra hoy en una
crisis política interna enorme que afecta su política exterior y que condiciona
la de los países sudamericanos. Un presidente con una bajísima aprobación
popular y con altísimo rechazo necesita mayorías para mantenerse en el marco de
un sistema presidencialista de coalición y para impulsar su agenda
contrarreformista (de reformas de signo contrario a las políticas propuestas
por el PT a los ciudadanos). El apoyo parlamentario del presidente radica en un
grupo de congresistas autodenominado “Centrão”, compuesto por una decena de
partidos que comparten posiciones conservadoras y diputados que integran
bancadas como la evangélica, la de los grandes empresarios, la que impulsa
políticas de seguridad y la ruralista. Los intereses de estos grupos han
impactado sobre políticas ambientales, laborales, la política exterior y
comercial brasileña, y el posicionamiento de Brasil en foros internacionales
donde otrora era reconocido por su liderazgo. Para ilustrar el asunto: en la
última década Brasil era reconocido por su liderazgo internacional en la lucha
contra el trabajo esclavo. El año pasado, el Ejecutivo, bajo la presión de
grupos que apoyan a Temer en el parlamento, modificó controles a empresas que
buscaban combatir esta práctica. La Organización Internacional del Trabajo (OIT)
se manifestó en contra por considerarlo un retroceso y finalmente el gobierno
de Temer tuvo que volver sobre sus pasos. Otro ejemplo puede verse en cómo los
intereses de grupos económicos han afectado las relaciones económicas de Brasil
con otros países.2
El gobierno de Temer implicó un
cambio muy importante en la orientación de la política exterior de Brasil al
eliminar la idea de una política autonómica, activa y altiva. La crisis interna
tiene un impacto negativo en el estatus internacional brasileño, a la vez que
el Estado no mantiene una política activa en el ámbito multilateral y ve afectada
su capacidad de liderar los procesos regionales y la agenda negociadora externa
mercosuriana.
Líder o no, este es un momento
malo para que Brasil se proyecte en la región y a nivel global. Y esta es una
mala noticia para nosotros y para nuestra región. Pero evaluar este cambio
única o centralmente en clave económico-comercial es un error analítico y
estratégico. El momento político pone en juego la calidad de la democracia
brasileña y sus instituciones. Esperemos que los actores políticos brasileños
estén a la altura de los acontecimientos para salvaguardarlas. Y esperemos que
desde Uruguay discutamos este asunto preocupados por la economía, pero también
por la política, las instituciones y la democracia en Brasil.
- Véase Tullo Vigevani y Gabriel Cepaluni (2007). “A política externa de Lula da Silva: a estratégia da autonomia pela diversificação”. Contexto Internacional, 29(2), páginas 273-335.
- Sobre el caso de las relaciones económicas entre Brasil y Uruguay, véase “Temer y los lobbies feroces”, Brecha, 20-X-17.
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