jueves, 15 de diciembre de 2011

La tradición intelectual de Occidente y la crisis del hombre moderno

"Llevar todo a casa"

Por Richard Tarnas

Podrían hacerse muchas generalizaciones acerca de la historia del pensamiento occidental, pero, hoy por hoy, tal vez lo que se presenta con evidencia más inmediata sea que, desde el principio hasta el final, se ha tratado de un fenómeno abrumadoramente masculino: Sócrates, Platón, Aristóteles, Pablo, Agustín, Tomás de Aquino, Lutero, Copérnico, Galileo, Bacon, Descartes, Newton, Locke, Hume, Kant, Darwin, Marx, Nietzsche, Freud… La tradición intelectual de Occidente ha sido producida y canonizada casi íntegramente por hombres y se ha inspirado predominantemente en perspectivas masculinas. Es claro que este predominio masculino en la historia intelectual de Occidente no se debe a que las mujeres sean menos inteligentes que los hombres, pero ¿se puede atribuir exclusivamente a las restricciones sociales? Yo pienso que no. Creo que hay en ello algo más profundo: algo arquetípico. La masculinidad de la mentalidad occidental lo ha invadido todo, ha sido fundamental, tanto en hombres como en mujeres, ha afectado todos los aspectos del pensamiento occidental y ha determinado su concepción básica del ser humano y el papel humano en el mundo. Las principales lenguas en que se desarrolló la tradición occidental, desde el griego y el latín, tendieron sin excepción a personificar la especie humana con palabras de género masculino: anthröpos, homo, l’homme, man, l’uomo, chelovek, der Mensch, hombre.

Como ha quedado fielmente reflejado en el relato histórico de este libro “La pasión del pensamiento occidental”, siempre ha sido «el hombre» esto o «el hombre» lo otro: «el ascenso del hombre», «la dignidad del hombre», «la relación del hombre con Dios», «el puesto del hombre en el cosmos», «la lucha del hombre con la naturaleza», «la gran conquista del hombre moderno», y así sucesivamente. El «hombre» de la tradición occidental fue un héroe masculino inquiridor, un rebelde prometeico biológico y metafísico que ha buscado sin cesar la libertad y el progreso, y que se ha esforzado permanentemente por diferenciarse de la matriz de la cual emergió y controlarla. Esta predisposición masculina en la evolución de la mentalidad occidental, aunque en gran medida inconsciente, no sólo ha sido característica de dicha evolución, sino que ha sido, también, esencial a ella.

En efecto, la evolución de la mentalidad occidental ha sido siempre impelida por un impulso heroico a forjar una identidad humana racional y autónoma, separándola de su unidad primordial con la naturaleza. Todas las perspectivas religiosas, científicas y filosóficas fundamentales de la cultura occidental, se han visto afectadas por esta decisiva masculinidad, que empezó hace cuatro milenios con las grandes conquistas patriarcales nómadas en Grecia y Medio Oriente a expensas de antiguas culturas matriarcales, y se manifestó en la religión patriarcal de Occidente a partir del judaísmo, en su filosofía racionalista a partir de Grecia y en su ciencia objetivista a partir de la Europa moderna. Todo esto ha servido a la causa de la evolución de la voluntad y el intelecto humanos, ambos autónomos: el yo trascendente, el yo individual independiente, el ser humano que se autodetermina en su originalidad, en su separación y en su libertad. Pero para lograr esto, la mentalidad masculina reprimió a la femenina. Esto puede verse en el sojuzgamiento y revisión de las mitologías matrifocales prehelénicas que tuvo lugar en la Grecia Antigua, o bien en la negación judeocristiana de la Gran Diosa Madre, o bien en la exaltación que hizo la Ilustración del frío yo racional, consciente de sí y escindido de una naturaleza exterior desencantada. En cualquier caso, la evolución de la mentalidad occidental se ha fundado en la represión de lo femenino, en la represión de la conciencia unitaria indiferenciada, de la participation mystique con la naturaleza, esto es, una progresiva negación del anima mundi, del alma del mundo, de la comunidad del ser, de lo omniimpregnante, del misterio y la ambigüedad, de la imaginación, la emoción, el instinto, el cuerpo, la naturaleza, la mujer.

Pero esta separación entraña, necesariamente, un anhelo de reunión con lo que se ha perdido, sobre todo después de haber llevado la heroica inquisición masculina a sus últimas y unilaterales consecuencias en la conciencia del pensamiento tardomoderno, que en su aislamiento absoluto se ha apropiado de toda la inteligencia consciente del universo (el hombre es un ser consciente inteligente, el cosmos es ciego y mecanicista, Dios ha muerto). Luego el hombre se enfrenta a la crisis existencial derivada de su condición de ser un yo consciente solitario y mortal arrojado a un universo que, en última instancia, carece de significado y es incognoscible. Y se enfrenta a la crisis psicológica y biológica derivada de vivir en un mundo modelado de tal manera que equivale a su cosmovisión; esto es, en un medio de fabricación humana y cada vez más mecanicista, atomizado, sin alma y autodestructivo. La crisis del hombre moderno es esencialmente una crisis masculina, y creo que su resolución ya empieza a advertirse con el tremendo surgimiento de lo femenino en nuestra cultura. Pero este surgimiento no se manifiesta únicamente en el auge del feminismo, en el creciente poder de las mujeres o el rápido florecimiento de la preparación intelectual de las mujeres y las perspectivas sensibles al género prácticamente en todas las disciplinas intelectuales, sino también en el sentido creciente de unidad con el planeta y con todas las formas de naturaleza del mismo, en la creciente conciencia de lo ecológico y en la reacción cada vez mayor contra las estrategias políticas y corporativistas que sostienen la dominación y la explotación del medio, en la preocupación creciente por abrazar la comunidad humana, en el colapso acelerado de antiguas barreras políticas e ideológicas que separan los pueblos del mundo, en el reconocimiento cada vez más profundo del valor y la necesidad de asociación, de pluralismo y del juego recíproco de muchas perspectivas. 

También se manifiesta en la extendida urgencia por volver a tomar contacto con el cuerpo, las emociones, el inconsciente, la imaginación y la intuición, en la nueva preocupación por el misterio del parto y la dignidad de lo maternal, en el creciente reconocimiento de una inteligencia inmanente en la naturaleza, en la gran popularidad de la hipótesis de Gaia. Se manifiesta en la apreciación cada vez mayor de las perspectivas culturales indígenas y arcaicas, tales como las de los nativos de América o África y los europeos antiguos, en la nueva conciencia de las perspectivas femeninas de lo divino, en la recuperación arqueológica de la tradición de la Diosa y el resurgimiento contemporáneo del culto a la Diosa, en el ascenso de la teología judeocristiana de orientación sofiánica y en la declaración papal de la Assumptio Mariae, en la brusca y espontánea aparición, ampliamente observada, de fenómenos arquetípicos femeninos en sueños individuales y en la psicoterapia. Y también es evidente en la gran oleada de interés por la perspectiva mitológica, en las disciplinas esotéricas, en el misticismo oriental, el chamanismo, la psicología arquetípica y transpersonal, la hermenéutica y otras epistemologías no objetivistas, en teorías científicas del universo holonómico, campos morfológicos, estructuras disipativas, teoría del caos, ecología de la mente, universo participativo y un largo etcétera. Como profetizó Jung, en la psique contemporánea se está produciendo un cambio histórico, una reconciliación entre las dos grandes polaridades, una unión de opuestos: un hieros gamos (matrimonio sagrado) entre lo masculino, dominante durante mucho tiempo, pero ahora alienado, y lo femenino, reprimido durante mucho tiempo, pero ahora en ascenso.

Este dramático desarrollo no es meramente una compensación, un simple retorno de lo reprimido, ya que, a mi entender, fue siempre la meta subyacente a la evolución intelectual y espiritual de Occidente. Pues la pasión más profunda de la mentalidad occidental ha sido la de reunirse con el fundamento de su propio ser. El impulso decisivo de la conciencia masculina de Occidente fue su indagación dialéctica no sólo con el fin de autorrealización, sino también, en último término, para recuperar su conexión con el todo, para armonizarse con el gran principio femenino de la existencia: diferenciarse de lo femenino, pero luego redescubrirlo y reunirse en él, con el misterio de la vida, la naturaleza y el alma. Esta reunión puede darse ahora en un nivel nuevo y profundamente distinto del de la unidad inconsciente primordial, pues la larga evolución de la conciencia humana ha puesto por fin a ésta en condiciones de abrazar libre y conscientemente el fundamento y la matriz de su propio ser. El telos, la dirección y la meta inherentes al espíritu occidental, ha consistido en volver a conectar con el cosmos en una particiation mystique madura, en entregarse a sí mismo, libre y conscientemente, a una unidad mayor que preserva la autonomía humana a la vez que trasciende la alienación humana.

Pero para lograr esta reintegración de lo femenino reprimido, lo masculino debe pasar por un sacrificio, por una muerte del yo. El pensamiento occidental debe tener la voluntad de abrirse a una realidad cuya naturaleza podría hacer añicos sus creencias mejor establecidas acerca de sí mismo y del mundo. Éste es precisamente el acto de heroísmo que ha de tener lugar. Ahora es necesario cruzar un umbral que exige un valeroso acto de fe, de imaginación, de confianza en una realidad más amplia y compleja; umbral que, además, exige un acto de autopercepción sin flaqueza alguna. He aquí el gran desafío de nuestra época, el imperativo evolutivo de que lo masculino vea más allá de su hubris y su unilateralidad, que se apodere de su sombra inconsciente, elija entrar en una relación fundamentalmente nueva de mutualidad con lo femenino en todas sus formas. Lo femenino, pues, deja de ser lo que se debe controlar, negar, explotar, para convertirse en lo que debe reconocerse y respetarse plenamente y a lo que hay que responder por lo que es en sí mismo; deja de ser lo que no se reconoce como «otro» objetivado, para convertirse en fuente, meta y presencia inmanente.

Éste es el gran reto, aunque yo creo que se trata de un reto para el cual el espíritu occidental se ha venido preparando lentamente durante toda su existencia. Creo que el incansable desarrollo interior de Occidente y el incesante ordenamiento masculino de la realidad ha ido llevando poco a poco, en un movimiento dialéctico de inmensa longitud, hacia un matrimonio profundo y en muchos niveles de lo masculino y lo femenino, una reunión triunfal y restauradora. Y a mí me parece que gran parte del conflicto y la confusión de nuestro tiempo es reflejo del hecho de que este drama de la evolución se está aproximando a sus fases culminantes. Nuestra época está produciendo algo fundamentalmente nuevo en la historia humana: somos testigos –y lo padecemos- del trabajo de parto de una nueva realidad, una nueva forma de existencia humana, un «hijo» que es fruto de este gran matrimonio arquetípico y que lleva en su seno todos sus antecedentes, pero en una nueva forma. Por tanto, reafirmaría yo los indispensables ideales que han expresado los valedores de las perspectivas contraculturales feministas, ecologistas, arcaicas y otras. Pero también quisiera dar mi apoyo a quienes han valorado y sostenido la tradición central de Occidente, pues creo que esta tradición –toda la trayectoria desde los poetas épicos griegos y los profetas hebreos, la larga lucha intelectual y espiritual desde Sócrates y Platón, Pablo y Agustín, a Galileo y Descartes y a Kant y Freud-, que este estupendo proyecto occidental debería considerarse una parte necesaria y noble de una gran dialéctica, y no ser rechazado simplemente como una confabulación imperialista-chauvinista.

No sólo esta tradición ha preparado penosamente el camino para su autotrascendencia, sino que posee recursos que su propio avance prometeico dejó atrás y recortó y que apenas hemos comenzado a hacer, lo cual, paradójicamente, sólo la apertura a lo femenino puede permitirnos integrar. Cada perspectiva, masculina y femenina, es aquí afirmada a la vez que trascendida, reconocida como parte de un todo que la abarca; cada polaridad requiere la otra para su plena realización. Y su síntesis lleva más allá de sí misma, pues ofrece una inesperada apertura a una realidad más amplia que no se puede aprehender antes de que llegue, porque esta nueva realidad es, ella misma, acto creador.

Pero ¿por qué la impregnante masculinidad de la tradición intelectual y espiritual de Occidente se nos ha hecho de pronto evidente, tras haber permanecido invisible para casi todas las generaciones anteriores? Creo que eso sólo ocurre hoy porque, como sugirió Hegel, una civilización no puede tomar conciencia de sí misma, no puede reconocerse como significativa, hasta que no ha madurado lo suficiente como aproximarse a su muerte.

Hoy en día tenemos experiencia de algo que se asemeja mucho a la muerte del hombre moderno, que se asemeja mucho, en verdad, a la muerte del hombre occidental. Tal vez el final del «hombre» esté al alcance de la mano. Pero el hombre no es una meta. El hombre es algo que debe ser superado… y completado, en el abrazo con lo femenino.


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