Por Atilio A. Boron
MONCADA
Poco nuevo hay por agregar a lo mucho
que ya se ha dicho sobre el papa Francisco desde su sorpresiva elevación al
trono de San Pedro. Trataré de sintetizar esta breve nota en torno de tres
ejes: a) las acusaciones sobre su actuación durante la dictadura genocida
cívico-militar; b) su política como arzobispo de Buenos Aires y presidente de
la Conferencia Episcopal; c) el posible impacto de su pontificado sobre la
realidad sociopolítica de América latina.
En relación con el primer punto es
indiscutible que su conducta se encuadró, en términos generales, en las
deplorables líneas establecidas por la jerarquía católica. No fue un monstruo
como Christian von Wernich, activo participante en la comisión de delitos de
lesa humanidad y por ello condenado por la Justicia argentina; o un troglodita
medieval como el obispo castrense Antonio Baseotto, que propuso colgarle una
piedra de molino al cuello y tirar al mar al ministro de Salud Ginés González
García por haber recomendado la utilización de preservativos. Pero tampoco fue
un cristiano ejemplar como los obispos Enrique Angelelli y Carlos Horacio Ponce
de León, el padre Carlos Mugica, los sacerdotes palotinos o las monjas
francesas Léonie Duquet y Alice Domon, todos asesinados por la dictadura, o
como los obispos Miguel Hesayne, Jorge Novak y Jaime de Nevares, duros críticos
del régimen militar. El por entonces Provincial de la Compañía de Jesús tuvo
una conducta reprobable en relación con dos de sus directos subordinados, los
sacerdotes Francisco Jalics y Orlando Virgilio Yorio, quienes ejercían su labor
pastoral en una villa del Bajo Flores y fueron secuestrados y torturados por la
dictadura ante la inacción de su superior, que los privó de su protección.
Algunos testimonios, como el de Alicia Oliveira, rechazan estas críticas
señalando su activa colaboración para salvar la vida de clérigos y laicos en
peligro. Pero la evidencia documental –que no es lo mismo que una opinión–
aportada en estos días por Horacio Verbitsky en Página/12 o lo que escribiera
un eminente católico como Emilio F. Mignone lo tipifican como un pastor que
entregó “sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas”, en un caso al
menos de un nieto que fue apropiado por los represores manteniendo oculta esta
información por años. Lo más probable es que ambas actitudes sean ciertas, pero
los buenos gestos destacados por algunos no alcanzan para opacar la gravedad de
los otros. En un país en donde todos sabían de los crímenes perpetrados por el
terrorismo de Estado no se puede aducir ignorancia, menos que menos un
sacerdote que administraba el sacramento de la confesión y en permanente
contacto con el común de la gente. En su momento, Bergoglio pidió perdón en
nombre de la Iglesia “por no haber hecho lo suficiente” para preservar los
derechos humanos ante la barbarie del terrorismo de Estado; debería haberlo
pedido, en cambio, por el explícito apoyo que la jerarquía les brindó a los
genocidas y no por lo poco que hizo para combatirlos. ¿Neutralidad o tolerancia
ante el terrorismo de Estado? ¡Hum!, recordemos lo que dice el Dante en La
Divina Comedia: “El círculo más horrendo del infierno está reservado para
quienes en tiempos de crisis moral optan por la neutralidad”.
Pero supongamos que un examen exhaustivo
e imparcial dictamine la absoluta inocencia de Bergoglio en los años de plomo.
¿Qué podemos decir de su actuación durante la reconstitución democrática
posterior a la dictadura? A tono con la contrarreforma lanzada por Juan Pablo
II con el apoyo y beneplácito de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, Bergoglio
se asoció a las tendencias más reaccionarias de la Iglesia argentina, lo que no
es poco decir. Formado en el peronismo de derecha, militante de Guardia de
Hierro en su juventud, durante su gestión como cardenal primado de la Argentina
se alineó inequívoca y sistemáticamente en contra de todas las buenas causas:
se opuso –sin éxito– al matrimonio igualitario; reaccionó con el furioso
fanatismo de Tomás de Torquemada ante la muestra del artista plástico León
Ferrari, que tuvo que ser levantada antes de tiempo; ha combatido con fiereza
todo lo relacionado con la educación sexual, el control de la natalidad, la
despenalización del aborto y los derechos de las minorías sexuales; mantiene
dentro de la Iglesia (y así les extiende su protección) a criminales como Von
Wernich y Julio César Grassi (condenados los dos últimos por pedofilia); atenta
contra el carácter laico del Estado democrático y defiende con enjundia los
privilegios que tiene la Iglesia en materia financiera y en el control sobre el
proceso educacional, en abierta violación a lo dispuesto por la Constitución de
1994.
En conclusión, un papa austero y alejado
del boato del Vaticano con una marcada preocupación por la suerte de los
pobres, pero sumamente conservador. ¿Es esto novedoso? Para nada. El
conservadurismo popular tiene larga historia, y no sólo en América latina. A
diferencia de su variante elitista y aristocratizante, los valores e intereses
tradicionales que sostienen un orden social injusto se refuerzan,
aprovechándose de la ignorancia y credulidad de los sujetos populares ganados
por la prédica eclesiástica. Es un conservadurismo plebeyo, excéntrico en sus
formas, pero que presta un valioso servicio a las clases dominantes, como lo
prueba la obscena explosión de júbilo de los genocidas en los juzgados cuando
se conoció la designación de Bergoglio como pontífice, o la desbordante alegría
de las más diversas expresiones y variados representantes de la derecha
argentina, o la fenomenal campaña apologética de los diarios de la burguesía y
del imperio –principalmente Clarín y La Nación, este último marcando la penosa
involución moral de un periódico fundado por Bartolomé Mitre, un masón probado
y confeso– ante las noticias procedentes de Roma. Con semejantes amigos, ¿cómo
creer que Francisco va a imitar al santo de Asís, cuya renuncia a la riqueza y
los bienes materiales fue total y absoluta? En compañía de estos ricos
cofrades, la “opción por los pobres” difícilmente pueda ser algo más que un
lejano acompañamiento de sus sufrimientos y privaciones, pero cuidándose de
enseñarles quién es el que los condena a transitar por este valle de lágrimas,
padecimientos e infortunios. Hace casi medio siglo que don Helder Cámara,
obispo de Olinda y Recife, explicó muy bien esta contradicción: “Si les doy de
comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los
pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”. No basta
con la humildad ni con la confraternización con los pobres: de lo que se trata
es de enseñarles que la pobreza no es resultado de un designio divino o de un
capricho de la naturaleza, sino un producto histórico de una sociedad llamada
capitalista, máquina implacable de fabricar pobreza y miseria y a la cual la
Iglesia jamás tuvo la osadía de condenar a pesar de su intrínseca malignidad.
De los dichos y los hechos de Francisco
no se desprende que esto vaya a ocurrir. Es bueno que el esclavo se rebele
contra su amo, pero como decía Lenin, el cambio sólo se producirá cuando aquél
se rebele contra la esclavitud, contra el sistema y no sólo contra uno de sus
agentes. ¿Alentará Francisco la rebelión anticapitalista de los pobres, dado
que dentro del capitalismo su suerte está echada? Nada en su biografía autoriza
a pensar en ese curso de acción; lo más probable será que estimule su
mansedumbre y eternice su sumisión. Es que la “opción por los pobres” de la
Iglesia que surge de la contrarreforma liderada por Juan Pablo II y que barrió
con los avances del Concilio Vaticano II no es la que proponía la Iglesia de
Carlos Mugica, Jaime de Nevares, Miguel Hesayne, Oscar Arnulfo Romero
(arzobispo de San Salvador), Sergio Méndez Arceo (obispo de Cuernavaca,
México), Samuel Ruiz García (obispo de San Cristóbal, Chiapas), Pedro
Casaldáliga y don Helder Cámara (Brasil) y Ernesto Cardenal (Nicaragua) o, en
nuestros días, los teólogos de la liberación como Frei Betto, Leonardo Boff,
Gustavo Gutiérres o Jon Sobrino.
¿Será su pontificado una remake del de
Juan Pablo II? Es muy poco probable. El papa Wojtila fue un producto de finales
de los setenta, cuando el mundo era muy diferente del de hoy. Fue el ariete que
la burguesía imperial necesitaba para derrumbar a la Unión Soviética y los
países el Este europeo. Pero esa estrategia fue eficaz porque aquellos
regímenes padecían de un avanzado estado de descomposición moral, política,
económica y social. En realidad, Juan Pablo se limitó a desencadenar la
embestida final a un inmenso edificio que ya se venía abajo producto de sus
propias contradicciones. Hoy el mundo ha cambiado mucho: el imperialismo ya no
tiene, tal como lo reconocen sus propios intelectuales orgánicos, la
gravitación del pasado. Los rivales son más numerosos y diversificados, y
económicamente mucho más fuertes que lo que eran la URSS y los países de Europa
Oriental. Sus aliados, además, son más débiles y vacilantes. La Iglesia, a su
vez, se ha visto debilitada por una interminable sucesión de escándalos y
carece de la credibilidad que había ganado en los años de Juan XXIII. Además,
si se quisiera lanzar todo su peso para desestabilizar los procesos
bolivarianos en Venezuela, Bolivia y Ecuador o las experiencias de
transformación política en curso en otros países de la región, la respuesta
será muy diferente de la que hace más de treinta años se verificara en el Este
europeo.
Aquí se trata de procesos que cuentan con un enorme apoyo popular que
ni remotamente existía allá, y por consiguiente el proyecto de las derechas
latinoamericanas –organizadas, orientadas y financiadas por el imperio– de
reutilizar el ariete eclesiástico que tan buenos resultados le diera en Europa
Oriental para acabar con los gobiernos progresistas y de izquierda en la región
terminaría en un rotundo fracaso. La “revolución de terciopelo” de
Checoslovaquia nada tiene que ver con la Revolución Bolivariana de Venezuela,
Evo Morales no es Lech Walesa, y Correa no es Ceaucescu. No sólo los procesos y
la época histórica son distintos: los enormes problemas que enfrenta hoy la
Iglesia (crisis financiera, delitos económicos del Banco Vaticano, alianzas con
intereses mafiosos, pedofilia y sus juicios, el celibato sacerdotal, la
incorporación de la mujer al sacerdocio y el postergado aggiornamiento
reclamado por Juan XXIII) difícilmente le permitirán a Francisco dedicarle
mucha atención a lo que ocurra en los países de Nuestra América. Es un buen
administrador y tendrá que poner la casa en orden. Es también un muy hábil
político, y sabe que muy pronto deberá convocar a un Concilio que permita
destrabar viejas disputas que están corroyendo la Iglesia y aislándola cada vez
más del mundo real. Hace exactamente quinientos años Nicolás Maquiavelo
diagnosticaba en El Príncipe que, para salvarse, la Iglesia necesitaba una
revolución. Tal cosa no ocurrió. Cuatro años más tarde, en 1517, estallaba la
Reforma Protestante de Martín Lutero, y la revolución quedó congelada. Ahora,
la revolución es muchísimo más urgente y necesaria que antes.
Si Francisco fracasa en este empeño, la
suerte de la dos veces milenaria institución se verá muy seriamente
comprometida. No hay que engañarse con las cifras manejadas por la prensa en
estos días: de esos mil doscientos millones de católicos en todo el mundo, los
realmente practicantes son una ínfima minoría, que además se achica cada día.
Pretender socavar los procesos emancipatorios en curso en América Latina y el
Caribe sería una pérdida de tiempo, el pasaporte para una segura derrota y un
esfuerzo que desviaría al papado de su desafío fundamental. Tal vez por eso
Leonardo Boff confía en que, pese a sus antecedentes, Francisco se abstendrá de
seguir el curso que la derecha y el imperialismo le instan a seguir y elegirá,
en cambio, el camino de la reforma. En pocos años la historia ofrecerá su
veredicto.
* Politólogo,
director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.
No hay comentarios:
Publicar un comentario