Por Raúl Zibechi
Las recientes manifestaciones de masas generadas por las derechas en los
más diversos países, muestran su capacidad por apropiarse de símbolos que antes
desdeñaban, introduciendo confusión en las filas de las izquierdas.
El 17 de febrero de 2003 Patrick Tyler reflexionaba sobre lo
que estaba sucediendo en las calles del mundo en una columna en The New York
Times: “Las enormes manifestaciones contra la guerra en todo el mundo
este fin de semana son un recordatorio de que todavía puede haber dos
superpotencias en el planeta: los Estados Unidos y la opinión pública mundial”.
“Mira a tu alrededor y verás un mundo en ebullición”, escribió el editor
estadounidense Tom Engelhardt, editor de la página TomDispatch. En
efecto, diez años después del célebre artículo del Times, que dio la
vuelta al mundo en ancas del movimiento contra la guerra, no hay casi rincón
del mundo donde no exista ebullición popular, en particular desde la crisis de
2008.
Se podrían enumerar la Primavera Árabe que derribó dictadores y recorrió
buena parte del mundo árabe; Occupy Wall Street, el mayor movimiento crítico
desde los años sesenta en Estados Unidos; los indignados griegos y españoles
que cabalgan sobre los desastres sociales provocados por la megaespeculación.
En estos mismos momentos, Ucrania,
Siria, Sudán del Sur, Tailandia, Bosnia, Turquía y Venezuela están siendo
afectadas por protestas, movilizaciones y acciones de calle del más diverso
signo.
Países como Brasil que hacía décadas que no
conocía protestas sociales, aguarda manifestaciones durante el Mundial luego de
que 350 ciudades vieran cómo el desasosiego ganaba las calles. En Chile se ha
instalado un potente movimiento juvenil estudiantil que no muestra signos de
agotamiento y en Perú el conflicto en torno a la minería lleva más de un lustro
sin amainar.
Cuando la opinión pública tiene la fuerza de una superpotencia, los
gobiernos se han propuesto entenderla para cabalgarla, manejarla, reconducirla
hacia lugares que sean más manejables que la conflagración callejera,
conscientes de que la represión por sí sola no consigue gran cosa. Por eso, los
saberes que antes eran monopolios de las izquierdas, desde los partidos hasta
los sindicatos y movimientos sociales, hoy encuentran competidores capaces de
mover masas, pero con fines opuestos a los que esa izquierda desea.
Estilo militante
Desde el 20 hasta el 26 de marzo de 2010
se realizó en el departamento uruguayo de Colonia un “Campamento
Latinoamericano de Jóvenes Activistas Sociales”, en cuya convocatoria se
prometía “un espacio de intercambio horizontal” para trabajar por “una
Latinoamérica más justa y solidaria”. Entre el largo centenar de activistas
que acudió ninguno sospechaba de dónde habían salido los recursos para pagar
sus viajes y estadías, ni quiénes eran en realidad los convocantes.
Un joven militante se dedicó a investigar quiénes eran los Jóvenes
Activistas Sociales que organizaban un encuentro participativo para “comenzar
a construir una memoria viva de las experiencias de activismo social en la
región; aprender de las dificultades, identificar buenas prácticas locales aprovechables
a nivel regional, y maximizar el alcance de la creatividad y el compromiso de
sus protagonistas”.
El resultado de su investigación en las páginas web le permitió averiguar
que el campamento contó con el auspicio del Open Society Institute de George
Soros*, y de otras instituciones vinculadas al mismo. La sorpresa fue
mayúscula porque en el campamento se realizaban reuniones en ronda, fogones y
trabajos colectivos con papelógrafos, con fondo de whipalas y otras
banderas indígenas. Un decorado y estilos que hacían pensar que se trataba de
un encuentro en la misma tónica de los Foros Sociales y de tantas actividades
militantes que emplean símbolos y modos de hacer similares. Algunos de los
talleres empleaban métodos idénticos a los de la educación popular de Paulo
Freire que, habitualmente, suelen emplear los movimientos antisistémicos.
Lo cierto, es que unos cuantos militantes fueron usados “democráticamente”,
porque todos aseguraron que pudieron expresar libremente sus opiniones, para
objetivos opuestos para los que los convocaron. Este aprendizaje de la
fundación de Soros fue aplicado en varias ex repúblicas soviéticas, durante la
“revuelta” en Kirguistán en 2010 y en la revolución naranja en Ucrania en 2004.
Ciertamente, muchas fundaciones y las más diversas instituciones envían
fondos e instructores a grupos afines para que se movilicen y trabajen para
derribar gobiernos opuestos a Washington. En el caso de Venezuela, han sido
denunciadas en varias oportunidades agencias como el Fondo Nacional para la
Democracia (NED por sus siglas en inglés), creada por el Congreso de Estados
Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan. O la española Fundación de
Análisis y Estudios Sociales (FAES) orientada por el expresidente José María
Aznar.
Ahora estamos ante una realidad más compleja: cómo el arte de la
movilización callejera, sobre todo la orientada a derribar gobiernos, ha sido
aprendida por fuerzas conservadoras.
El arte de la confusión
El periodista Rafael Poch describe el despliegue de fuerzas en la plaza
Maidan de Kiev: “En sus momentos más masivos ha congregado a unas 70.000
personas en esta ciudad de cuatro millones de habitantes. Entre ellos hay una
minoría de varios miles, quizá cuatro o cinco mil, equipados con cascos,
barras, escudos y bates para enfrentarse a la policía. Y dentro de ese
colectivo hay un núcleo duro de quizás 1.000 o 1.500 personas puramente
paramilitar, dispuestos a morir y matar, lo que representa otra categoría. Este
núcleo duro ha hecho uso de armas de fuego” (La Vanguardia, 25 de febrero de 2014).
Esta disposición de fuerzas para el combate de calles no es nueva. A lo
largo de la historia ha sido utilizada por fuerzas disímiles, antagónicas, para
conseguir objetivos también opuestos. El dispositivo que hemos observado en
Ucrania se repite parcialmente en Venezuela, donde grupos armados se cobijan en
manifestaciones más o menos importantes con el objetivo de derribar un
gobierno, generando situaciones de ingobernabilidad y caos hasta conseguir su
objetivo.
La derecha ha sacado lecciones de la vasta experiencia insurreccional de la
clase obrera, principalmente europea, y de los levantamientos populares que se
sucedieron en América Latina desde el Caracazo de 1989. Un estudio
comparativo entre ambos momentos, debería dar cuenta de las enormes diferencias
entre las insurrecciones obreras de las primeras décadas del siglo XX,
dirigidas por partidos y sólidamente organizadas, y los levantamientos de los
sectores populares de los últimos años de ese mismo siglo.
En todo caso, las derechas han sido capaces de crear un dispositivo
“popular”, como el que describe Rafael Poch, para desestabilizar gobiernos
populares, dando la impresión de que estamos ante movilizaciones legítimas que
terminan derribando gobiernos ilegítimos, aunque estos hayan sido elegidos y
mantengan el apoyo de sectores importantes de la población. En este punto, la
confusión es un arte tan decisivo, como el arte de la insurrección que otrora
dominaron los revolucionarios.
Montarse en la ola
Un arte muy similar es el que mostraron los grupos conservadores en Brasil
durante las manifestaciones de junio. Mientras las primeras marchas casi no
fueron cubiertas por los medios, salvo para destacar el “vandalismo” de los
manifestantes, a partir del día 13, cuando cientos de miles ganan las calles,
se produce una inflexión.
Las manifestaciones ganan los titulares, pero se produce lo que la
socióloga brasileña Silvia Viana define como una “reconstrucción de la
narrativa” hacia otros fines. El tema del precio del pasaje pasa a un
segundo lugar; se destacan las banderas de Brasil y el lema “Abajo la
corrupción”, que no habían estado originalmente en las convocatorias (Le
Monde Diplomatique, 21 de junio de 2013). Los medios masivos también
desaparecieron a los movimientos convocantes y colocaron en su lugar a las
redes sociales, llegando a criminalizar a los sectores más militantes por su
supuesta violencia, mientras la violencia policial quedaba en segundo plano.
De ese modo la derecha, que en Brasil no tiene capacidad de movilización,
intentó apropiarse de movilizaciones cuyos objetivos (la denuncia de la
especulación inmobiliaria y de las megaobras para el Mundial) estaba lejos de
compartir. “Es claro que no hay lucha política sin disputa por símbolos”,
asegura Viana. En esa disputa simbólica la derecha, que ahora engalana sus
golpes como “defensa de la democracia”, aprendió más rápido que sus oponentes.
* Excolaborador nazi en
Hungría durante la Segunda Guerra Mundial. Ganó miles de millones de dólares
especulando en el mercado de las divisas y es dueño de fundaciones y del
llamado Instituto de Estudios Democráticos, cuyo propósito es financiar
acciones para imponer la “democracia” en el sentido que a Washington y a las
trasnacionales interesa. (NdD.)
ALAI
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