Churchill, con uno de sus puros y su perro Rufus, retratado en su finca de Chartwell en 1950 |
Por Rafael
Ramos
Político y
estadista, militar, espía, premio Nobel de Literatura, reportero de guerra,
pintor... la compleja figura de Winston Churchill, de cuya muerte se cumplen
este enero 50 años, se eleva entre las demás como pocas en Gran Bretaña.
De Churchill está todo dicho, y Churchill lo dijo casi
todo –sobre la guerra y la paz, el liberalismo y el comunismo, Europa y Estados
Unidos, el imperio y las colonias, Hitler y Stalin, la naturaleza humana…– en
sus 54 libros (algunos de varios volúmenes) y memorables discursos. Hablar de
él sin referirse a su faceta de hombre político es imposible. Hablar de él sin
utilizar sus citas no es imposible pero sí dificilísimo. Un desafío, una herausforderung,
como dicen los alemanes con su pasión prosopopéyica. Pero por intentarlo que no
quede…
El 50.º aniversario de la muerte del estadista
–falleció en su casa del barrio londinense de South Kensington el 24 de enero
de 1965– es una buena ocasión para surfear por el otro Churchill. Y en este
caso, lo de “otro” da mucho juego, porque estamos hablando de un militar, un
escritor, un premio Nobel de Literatura, un periodista, un reportero de guerra,
un espía, un pintor y un bon vivant que no podía prescindir de tres
cosas en su vida: los magnums de champán francés, los puros habanos y una
siesta de hora y media. Lo mismo si tenía que atacar con su pincel
impresionista un paisaje de la Costa Azul, defender los presupuestos generales
del Estado o plantar cara a Hitler.
Para entender a Winston Leonard Spencer Churchill hay
que tener en cuenta, antes que cualquier otra consideración, que se trató de un
aristócrata, nacido con una cuchara de plata en la boca y acostumbrado a los
privilegios. Y no un aristócrata cualquiera, sino vinculado a los duques de
Marlborough (el séptimo fue su abuelo), una de las familias de más noble
alcurnia y excelso pedigrí de las islas Británicas. Vamos, que por elemental
coherencia jamás podría haber pertenecido al Partido Laborista. Y no lo hizo,
pero sí a sus dos rivales de derechas, los conservadores y los liberales.
Siempre le faltaba dinero. Sólo en cajas de vino se
gastaba el triple de su sueldo de diputado y pagaba la hipoteca de su casa
de campo con los adelantos que le daban las editoriales.
El segundo rasgo definitorio del personaje es su
enorme, casi ilimitada ambición y confianza en sí mismo. Lo quiso todo y
consiguió casi todo lo que quiso: el reconocimiento, la gloria, la aventura, el
éxito… Viajó por el mundo, combatió en la guerra, tuvo un feliz matrimonio del
que nacieron cinco hijos y encontró tiempo para su trabajo y para sus hobbies,
para combatir el nazismo y pintar óleos. A caballo entre los siglos XIX y XX,
fue un auténtico hombre del Renacimiento, una versión inglesa de Miguel Ángel o
Rafael, con el cigarro en la boca y el gesto patentado de la V de la victoria.
Primero fue aristócrata. Segundo fue militar, porque
lo llevaba en la sangre, estudió en la Academia de Sandhurst y era cosa de
familia (dedicada a su antepasado el primer duque de Marlborough compusieron
los franceses, durante la guerra de Sucesión española, la canción de Mambrú
se fue a la guerra). Y tercero fue periodista, en una época en la que el
periodismo de guerra estaba muy bien pagado. Churchill, de hecho –y gracias a
sus inmejorables contactos–, combinó las armas con la pluma, el trabajo como
corneta en el Cuarto Regimiento de Húsares con las labores como corresponsal
del Daily Graphic, el Morning Post o el Daily Telegraph en
Cuba, Sudáfrica, Sudán y los confines noroccidentales de India, lo que hoy es
Pakistán. Y de paso, enviaba informes a los servicios de inteligencia en un
ejemplo pionero de lo que es el multitasking.
Churchill estaba acostumbrado a mucho, y de lo mejor,
y costaba dinero. No es que faltara en su familia, pero su padre –que se había
dedicado a la política– murió caído en desgracia y sin dejarle herencia alguna,
excepto un magnífico techo, una inmejorable agenda de contactos y también
algunos enemigos. Mal estudiante (detestaba el latín y las matemáticas) y un
poco tartamudo, nada sugirió en sus primeros años que fuera a ser considerado
tras su muerte el británico más importante de todos los tiempos. Tampoco
cuando, recién cumplidos los 20 años, cruzó el Atlántico en barco y se las
ingenió para ir a la guerra de Cuba adosado –el término aún no se había
puesto de moda– en el ejército español al mando del general Suárez Valdés.
Aquel viaje del joven soldado Churchill es un
magnífico espejo de su personalidad, incluidos los aspectos más polémicos, como
el hecho de que se metiera en política en el Partido Conservador, se pasara a
los liberales, permaneciera 20 años con ellos y regresara a los tories hasta el
final de su carrera. O que –eran otros tiempos y nadie movió tan siquiera una
ceja– recurriera a las más sofisticadas técnicas de ingeniería fiscal para no
pagar prácticamente impuestos de sus enormes ingresos por la venta de libros.
Siempre le faltaba dinero, por mucho que tuviera. Sólo
en cajas de vino se gastaba el triple de su sueldo de diputado, la idílica casa
de Chartwell (en la campiña de Kent) era un lujo que no se podía permitir y
pagaba la hipoteca con los adelantos que le daban las editoriales. “No se puede
confiar en Winston –escribió uno de sus maestros del colegio de Harrow en el
boletín de notas–. Es muy inteligente, pero de pésimo comportamiento, no para
de hacer diabluras y constantemente falta al respeto”. Muchos rivales
políticos, años después, suscribirían ese severo juicio.
Hombre de inagotables recursos, se lo montaba bien. Su
madre, nacida en Brooklyn, hija de un importante empresario y abogado
neoyorquino, fundador del American Jockey Club y dueño de un importante paquete
de acciones en The New York Times, estaba conectada con los Roosevelt y
los Vanderbildt y le proporcionó los contactos para llegar a Cuba desde Cayo
Hueso, incorporarse como observador al ejército español, escribir cinco
artículos muy bien pagados para el Daily Graphic y, de paso, informar al
MI6 (inteligencia británica) sobre las tácticas y el armamento de los
guerrilleros, y las posibilidades que tenían a su juicio de ganar la guerra. De
un tiro mató por lo menos cuatro pájaros: hizo de soldado, periodista y espía,
y además se sacó un dinerillo.
Fue, puede decirse, su primera gran aventura, hasta el
punto de que pudo presumir de haber celebrado su 21 cumpleaños bajo el fuego
enemigo en Arroyo Blanco. El lado romántico le hizo simpatizar con los
rebeldes, pero la lealtad le llevó a identificarse más con el ejército español,
que intentaba conservar los últimos vestigios de un imperio ya muerto.
El futuro primer ministro participó de joven como
observador en la guerra de Cuba; viajó a India y Sudán; cubrió como reportero
muy bien pagado la guerra de los bóers en Sudáfrica... Luego, decidió
iniciar su carrera política.
Como reportero, sus crónicas eran entretenidas y
estaban muy bien ambientadas, llenas de color local, pero daban por buena toda
la propaganda de Madrid (a Antonio Maceo, por ejemplo, lo llama un “separatista
negro”) y llegaban a conclusiones contradictorias. Unas no daban porvenir alguno
a los insurgentes por su falta de organización, otras veían una “demanda
unánime de independencia” y predecían su inminente triunfo. Unas simpatizaban
con el “ansia generalizada de independencia”, otras apostaban por la
permanencia del statu quo –es decir, el colonialismo– como menor de los males.
Al principio se opuso a la intervención de Estados Unidos contra España, más
tarde defendió la anexión norteamericana de la perla del Caribe. El hecho de
que el joven Churchill utilizara la influencia familiar para conseguir permiso
en el ejército y marcharse a Cuba –“no se sabe muy bien si de vacaciones o en
qué concepto”, criticó un editorial del Newcastle Leader– provocó una
considerable tormenta política en Londres de la que pasó olímpicamente. Podía
permitírselo.
El futuro primer ministro (y ministro de Economía, de
Interior, de las Colonias, de Defensa, Lord del Almirantazgo, líder de la
oposición, etcétera) le cogió gusto al pluriempleo, y aquella excursión cubana
no fue más que el aperitivo. Viajó a la India de Kipling, a las misteriosas
montañas nevadas del Hindukush y a Sudán, donde participó en la batalla de
Omdurman, más con la pluma que con el rifle, todo sea dicho.
De una escaramuza regresó orgulloso con un prisionero,
que resultó ser un espía del ejército británico infiltrado en el enemigo,
siendo el hazmerreír de sus compañeros y teniendo que presionar al corresponsal
de la agencia Reuters para que no contara semejante humillación. De sus
experiencias bélicas sacó en cualquier caso un par de libros, The Story of
the Malakand Field Force y The River War. Tras escribir este último,
decidió que el ejército era demasiado estresante y poco remunerado y que prefería
el periodismo; fue nombrado corresponsal de guerra por el Morning Post,
un diario conservador, y enviado con una fabulosa asignación de 10.000 libras a
cubrir el conflicto entre ingleses y afrikáners en Sudáfrica (convirtiéndose
así brevemente en el periodista mejor pagado de la historia). Al mismo tiempo
era protagonista de los acontecimientos y los comentaba.
De la guerra de los bóers estuvo a punto de no
regresar, y ello podría haber cambiado muchas cosas. En el transcurso de una
expedición para estudiar el terreno a cargo de un capitán amigo suyo, el tren
blindado en el que viajaban las tropas británicas fue objeto de una emboscada,
y él, hecho prisionero y encerrado en una cárcel de Pretoria. El hombre que lo
detuvo no fue otro que Louis Botha, futuro presidente de Sudáfrica, quien
persuadió a sus compatriotas de apostar por el bando aliado y no por Alemania
en el conflicto mundial.
Dos futuros estadistas habían cruzado armas, sin darse
cuenta, en las praderas del Transvaal. Afortunadamente, las medidas de
seguridad eran bastante laxas, y Churchill consiguió escapar al cabo de unos
días, saltando la verja, y localizar las vías del ferrocarril. Tras recorrer
cientos de kilómetros en un vagón lleno de carbón, llamó a la puerta de una
casa, con la buena suerte de que era propiedad del único inglés de la región
–“eres un tipo con estrella, cualquiera de mis vecinos te habría denunciado”,
le dijo su anfitrión–. Consiguió cruzar la frontera de Mozambique y desde
Lourenço Marques (hoy Maputo) se desplazó en barco a Durban, donde fue recibido
como un auténtico héroe. Tenía 25 años. Y no sólo rentabilizó sus aventuras
para sus columnas, sino que además decidió que ya era suficientemente famoso
como para hacer carrera en Westminster y se presentó a diputado por Oldham, una
ciudad dormitorio de Manchester.
Será recordado por su desafío al nazismo y la victoria
en la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, como el salvador de la libertad
y la democracia. Pero el dibujo es mucho más complejo.
En un recorrido político de seis décadas y media, en
el poder y en la oposición, como primer ministro y simple diputado, tiene que
haber, por supuesto, de todo. Grandes triunfos y grandes fracasos. Churchill
será siempre recordado por su desafío al nazismo y la victoria en la Segunda
Guerra Mundial y, por tanto, como el salvador de la libertad y democracia en
Europa. Pero el dibujo es mucho más complejo.
A caballo entre los tories y los liberales fue, en
líneas generales, un conservador del ala moderada, clasista y de ley y orden,
partidario de las reformas sociales, que supervisó de alguna manera el
inevitable declive del imperio británico–no dudó en ordenar represiones
sangrientas en Kenia y Malasia–. Subió los impuestos a los ricos para pagar el
incipiente Estado de bienestar, estableció por primera vez un salario mínimo y
modernizó la Marina, pero se opuso a su expansión.
Por otro lado, fue parcialmente responsable de la
batalla de Gallipoli y el desastre de los Dardanelos, al insistir en la
expedición, y propuso la utilización de gases venenosos contra las tribus
rebeldes del Kurdistán. Adoptó una línea dura con los huelguistas –llegando a
utilizar al ejército en el conflicto de los mineros galeses– y devolvió e l
Reino Unido al patrón oro. Y tuvo la visión de darse cuenta de que con Hitler
no era posible negociar, en contra de lo que pensaba su antecesor Neville
Chamberlain (y muchos otros).
Abogaba por mantener la “independencia respecto a
Europa”, lo cual probablemente le habría hecho muy reticente a la pertenencia a
la UE. Apoyó el movimiento sionista en Palestina, a los antibolcheviques en
Rusia y a Eduardo VIII en la crisis de la abdicación. Se opuso a la
independencia de India. En unos affaires de Estado mostró magnífica
visión, en otros, pésima. La revista The Spectator lo denunció en su día
como “un demagogo sin escrúpulos, con un ego descomunal, que busca demasiado el
protagonismo, la acción y el melodrama”. El líder liberal lord Asquith se
refería a él como una “criatura brillante, pero carente por completo de
convicciones”.
De carácter ligeramente depresivo, los reveses y las
críticas le afectaban más de lo que podía parecer a primera vista y también las
constantes preocupaciones económicas. Y encontró su refugio en la pintura, por
sugerencia de su cuñada Gwendoline. Con la ayuda de maestros de tanto renombre
como Walter Sickert, pintó su querida casa de Chartwell, el sur de Francia, la
Bretaña, Egipto y las montañas del Atlas en más de 500 cuadros de estilo
impresionista respetados por los críticos y que se han vuelto muy cotizados con
el tiempo –por uno de ellos, en una subasta en Sothebys’s, acaban de pagarse
2,2 millones de euros–. La pintura fue para él no sólo un hobby sino una
terapia, sobre todo en la década de los treinta, cuando la Gran Depresión
hundió el valor de las acciones que tenía en Wall Street, y atravesó una época
de relativo ostracismo político.
Tuvo el don de la palabra, escrita y hablada, y ganó
la guerra en buena parte gracias a su capacidad para convertir la política en
un argumento y a un lenguaje que conmovió a sus compatriotas.
Pero incluso cuando fue primer ministro, o en plena
guerra, siempre encontró tiempo para echarse una buena siesta, fumarse un puro,
tomar una copa de champán o de coñac, pintar y escribir. Más que escribir,
dictar, porque descubrió que era más rápido y necesitaba producir libros en
cantidades ingentes para atender a sus obligaciones con los editores, de
quienes era deudor –superado por los plazos, para algunas obras contrató
historiadores de Oxford y negros que hicieron el trabajo por él–. Después de
cenar, a eso de las diez de la noche, convocaba a su secretaria en el despacho,
y allí componía fragmentos de su Historia de los pueblos de habla inglesa
en cuatro volúmenes, por ejemplo, hasta que apagaba la luz a las dos de la
madrugada. Dos mil palabras, ese era su objetivo.
Churchill fue un hombre de acción, un político que
desvió el curso de los acontecimientos, y también un gran escritor, premio
Nobel de Literatura de 1954 por su “dominio de la descripción histórica y biográfica,
así como por una oratoria brillante en la defensa y exaltación de los valores
humanos”. Siempre tuvo el don de la palabra, escrita y hablada, y ganó la
guerra en buena parte gracias a su capacidad narrativa para convertir la
política en un argumento, a un lenguaje shakespeariano que conmovió a sus
compatriotas y los llevó a las trincheras, a los tanques, a las estaciones de
metro convertidas en búnkers antiaéreos. Sin esa gracia, no habría sido ni la
mitad del primer ministro y el líder que fue.
Y es aquí cuando vendría como anillo al dedo, para
redondear el artículo, alguna de las muchas célebres citas de Churchill.
Digamos que evitarlas no ha sido imposible, pero ha costado sangre, sudor y
lágrimas. Así que acabaremos, como recompensa, con una de Bernard Shaw, que sí
está permitido: “El hombre razonable se adapta al mundo, el hombre no razonable
intenta que el mundo se adapte a él, por lo tanto todo progreso depende del
hombre no razonable”.
Churchill no era un hombre razonable. En un ensayo
llamado El sueño, cuenta que una vez se le apareció el fantasma de su
padre y le preguntó qué había hecho de provecho en la vida. Y Churchill no
mencionó la política ni la guerra, sino que le contestó: “He sido periodista y
escritor”. Ante lo cual el fantasma, decepcionado, dio media vuelta y se
marchó.
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