La política exterior de la primera potencia, protagonista del último debate
entre Obama y Romney, es la de un país paralizado que no puede tomar decisiones
en la nueva centuria porque su Gobierno es del siglo XVIII
Por Paul
Kennedy
El País digital, 24 de octubre de 2012
La
comunidad mundial tiene derecho a preguntarse qué pasa si su primera potencia
no tiene realmente una política exterior coherente. ¿Qué pasa si, a pesar de
que la retórica estadounidense que habla de una “gran estrategia”, en realidad
no hay siquiera una estrategia? ¿Qué pasa, y esto es mucho más atrevido, si el
hecho de no tener una agenda global evidente, de no proclamar que EE UU tiene
un interés vital aquí, allá y acullá, es realmente una forma razonable de
conducirse, sobre todo en la agitada e impredecible situación del mundo? ¿Es
que ninguna otra potencia se ha enfrentado al mismo dilema que los EE UU de
hoy?
En
una ocasión, en la Cámara de los Lores británica, al tercer marqués de Salisbury,
uno de los mejores ministros de Asuntos Exteriores del siglo XIX, le pidieron
que resumiera la estrategia fundamental que seguía el Gobierno para enfrentarse
a las complicaciones mundiales. Con la aguda ironía que le caracterizaba,
contestó que su política se basaba fundamentalmente en “dejarse llevar con
indolencia por la corriente, sirviéndose aquí y allá de cloques para evitar una
colisión”. Reconocer esto le valió que sus detractores le acusaran de ser un
ministro perezoso, desconectado de los problemas y carente de lo que hoy en día
podríamos llamar una “visión”. Muchos de los políticos actuales de Estados
Unidos sabrán bien de qué estamos hablando.
Sin
embargo, teniendo en cuenta la posición en que se encontraba, yo siempre he
sentido bastante simpatía por Salisbury. En su país, el clima político no era
halagüeño, inquietaba la creciente competencia comercial extranjera y las tradicionales
lealtades partidarias se estaban resquebrajando. Pocas acciones del Gobierno
suscitaban aplausos. Por otra parte, el panorama mundial era impredecible, complejo
y cambiante: en Extremo Oriente, el golfo Pérsico, Europa y África, todas las
potencias se vigilaban mutuamente, incómodas, sin saber qué futuro les
esperaba. ¿Acaso no era lógico observar cierta cautela e ir reaccionando ante
los acontecimientos hasta que el panorama internacional se aclarara un poco?
He
pensado mucho en esta anécdota al ponderar la política exterior que ha seguido
la Administración de Obama en los últimos años, y sobre todo las múltiples
críticas que le han lanzado sus detractores. ¿Acaso no se ha visto sorprendida
con frecuencia, por la primavera
árabe y los levantamientos posteriores, por el baño de sangre en
Siria, el empeoramiento de la seguridad en Afganistán e Irak o el ataque contra
la Embajada en Bengasi? ¿Qué política sigue respecto a Irán e Israel? ¿Cuál va
a ser su actitud ante las acciones chinas en Extremo Oriente? ¿Va a limitarse a
permitir el derrumbe del euro, que dañará enormemente los ya de por sí débiles
índices de crecimiento mundial? El lector podrá añadir cualquier otra cuestión
a mi lista, que solo redundará en la sensación de que la política exterior de
la primera potencia consiste en dejarse llevar poco a poco por la corriente,
sin apenas conciencia de cuál es su destino.
Entonces,
¿qué podemos decir de la opinión contraria, que de forma tan razonable apunta
que, en la actualidad, esa es la única posición viable de cualquier presidente
estadounidense? Creo que en este debate hay que hilar tres cuestiones, aunque
lamentablemente nadie parece estar realizando esa labor estratégica.
La
primera es la enorme suerte que tiene Estados Unidos con su propia situación
geopolítica. Como vecinos, solo tiene al norte a Canadá, extremadamente
amigable, y al sur a México, que aunque agitado, es débil (¡basta comprobar con
cuántos países tiene frontera China!). EE UU está a unos 10.000 kilómetros de
distancia de las zonas candentes de Extremo Oriente y a casi 6.500 de un Oriente
Próximo cada vez más enloquecido. Cuenta con unas Fuerzas Armadas enormes,
aunque resulte difícil determinar qué propósito estratégico tienen. Sus recursos
agrícolas son ingentes, también (a pesar de las últimas sequías) sus reservas
de agua potable seguras, así como otros activos nacionales, que van desde sus
centros de investigación superior hasta sus recursos minerales. Además, en
términos relativos, su futuro demográfico es halagüeño. Entonces, ¿qué necesidad
tiene EE UU de correr de un lado para otro? ¿Por qué no quedarse quieto un
momento, como hizo Roosevelt entre 1936 y 1941?
En
segundo lugar, ¿por qué no admitir que la primera potencia mundial adolece de
deficiencias constitucionales que la incapacitan para enfrentarse adecuadamente
a cuestiones de política exterior? Lo que ahora estamos contemplando es un país
paralizado que no puede tomar decisiones difíciles en el siglo XXI porque tiene
una estructura de Gobierno del XVIII. Quizá lo que en la década de 1780 fuera
un buen contrato, suscrito por 13 recelosos Estados, no sea tan ventajoso en un
mundo como el nuestro, caracterizado por un cambiante contexto internacional
(no es extraño que gran parte de las democracias de la Tierra hayan adoptado
regímenes parlamentarios, no presidenciales). Al pertenecer el presidente
estadounidense a un partido y estar con frecuencia el Congreso en manos del
contrario, ¿cómo vamos a esperar que se tomen decisiones firmes en cuestiones
delicadas como la política respecto a los palestinos o las formas de reducir el
presupuesto de defensa? Frecuentemente, el presidente parece menos el
comandante en jefe que un nuevo Gulliver amarrado por los liliputienses.
Para
terminar, tenemos las dificultades que siempre encuentra el país para establecer
prioridades en materia de política exterior. A falta de un gran ataque como el
de Pearl Harbor, que llevaría a Estados Unidos a decretar una movilización
bélica total, el Gobierno se ve sometido a las tensiones contrapuestas de
grupos de presión o de intereses especiales, subgrupos étnico-religiosos y demás.
Cuando HalfordMackinder escribió en 1919 en su obra clásica Ideales democráticos y realidad
que “la democracia se niega a pensar estratégicamente a menos que las
cuestiones de defensa la obliguen absolutamente a hacerlo”, seguro que estaba
pensando en las batallas internas que tuvo que librar Woodrow Wilson en cuanto
se firmó el armisticio de 1918. Es probable que la Administración actual, ante
un Congreso hostil, sienta una sensación bastante similar.
Resumamos
de nuevo los tres puntos: (1) geopolíticamente, Estados Unidos está tan seguro
que en realidad no tiene que demostrar su “liderazgo” en ningún sitio (algo
que, bien pensado, es una exigencia de lo más curiosa); (2) en la mayoría de
los casos, la rigidez y la lentitud de movimientos que impone la Constitución
estadounidense dificultan de manera determinante las acciones decididas, a no
ser que el país se vea directamente atacado; y (3) cualquier posibilidad de
elaborar una lista de prioridades en materia de política exterior se ve
obstaculizada por todos los intereses que intentan impulsar la diplomacia y la
estrategia de EE UU en una u otra dirección.
Así
que, cualquiera que sea el ganador de las elecciones de noviembre, probablemente
las políticas de Estados Unidos hacia el exterior sigan careciendo del
convencimiento y de la decisión que tendría una gran estrategia y den una impresión,
admitámoslo, de bastante indolencia. El consuelo es que, en vista de las
ventajas reales del país y de las intrínsecas debilidades de China, Rusia,
Irán, los ulemas musulmanes y todos los demás, quizá eso no sea tan malo.
Lamentablemente
para todos los entregados grupos de presión y para nuestra caterva de estrategas
de salón, este país puede seguir todavía un tiempo dejándose llevar por la
corriente, hasta que se tope con un acontecimiento transformador. Pero, ¿qué
acontecimiento podría ser ese? En la actualidad, ninguna opinión, ningún
escenario posible me ofrece una respuesta convincente.
Paul Kennedy es DilworthProfessor de Historia, director de International
Security Studies de la Universidad de Yale y autor o editor de 19 libros, entre
ellos, Auge y caída de las grandes potencias.
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